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Vivir bajo el influjo del coronavirus

El símbolo más contundente (y a la vez el más patético) de la globalización ha sido sin duda la aparición del COVID-19, aquel virus mortal, made in China, cuya propagación suma y sigue ya por 120 países, golpeando a centenas de miles de personas y matando a millares, incluyendo a 250 en un solo día en Italia. Además de sus consecuencias devastadoras a nivel sanitario, el COVID-19 ha puesto a prueba la economía mundial y la eficacia de los modelos políticos: ¿autocracia o democracia? Hay que añadir que sus efectos colaterales están causando un daño pedagógico irreparable en millones de jóvenes, que se ven privados de educación por el cierre de escuelas, colegios y universidades.

En París, luego del dramático discurso del presidente Emmanuel Macron invocando la unidad nacional para enfrentar este flagelo, no cabía duda de que toda la comunidad se encontraba inerme ante un enemigo invisible y feroz, que ataca arteramente a ricos y pobres; a poderosos y humildes; a hombres, mujeres y niños; cebándose especialmente con los ancianos y los enfermos crónicos.

A ello se agrega la decisión de Donald Trump de poner en cuarentena por 30 días a todo estante y habitante del continente europeo que desee visitar o transitar por territorio estadounidense. Su ultimátum causó hipertensión entre sus compatriotas y otros viajeros que temían un ostracismo sine die. Como acompañamiento sonoro a la tragedia, las emisiones informativas de televisión, radio o prensa describen la evolución de la pandemia, con estadísticas espeluznantes y comentarios aguateros que pronostican cuando menos un año de sufrimientos antes que la ansiada vacuna sea elaborada y distribuida.

Las reglas para evitar el contagio alteran los usos y costumbres más tradicionales, como vetar el darse la mano o besarse en las mejillas, ritos sociales típicamente franceses. También se recomienda la distancia de al menos un metro con su interlocutor, el lavarse las manos con abundante jabón al menos siete veces al día y luego frotarse los dedos con gel hidro-alcohólico.

Las drásticas medidas gubernamentales desembocan en el cierre de fábricas, hoteles, líneas aéreas, varias modalidades de transporte, y podrían significar el fin de suministros fluidos a los supermercados alimenticios. Ese ambiente apocalíptico provoca la afluencia masiva de la clientela a los almacenes de abarrotes, para provisionarse de artículos de primera necesidad. Inútil relatar que la escasez de jabón y del ahora afamado gel hidro-alcohólico es notoria.

El uso del transporte en común inevitable para millones de peatones sigue afluente, haciendo caso omiso a las recomendaciones oficiales, aunque se nota que precavidos usuarios viajan enmascarados, tocan los pestillos de puertas y ventanas con manos enguantadas y se miran unos a otros con sospecha. Las conversaciones cotidianas tienen una sola temática: el coronavirus, salpicadas de cierto grado de morbosidad al comentar que Trump estaría contaminado al igual que el brasileño Bolsonaro; el premier canadiense, Justin Trudeau; el vicepresidente español, Pablo Iglesias; el actor Tom Cruise o el futbolista Cristiano Ronaldo. Mayor fruición en los chismes resalta el contagio de siete diputados del Parlamento francés y del Ministro de Cultura.

Italia, enclaustrada en sí misma, y Francia dudando si imitaría ese extremo, nos trae el recuerdo de la llamada “gripe española”, que entre 1917 y 1918 causó en Europa 50 millones de muertos. O cuando en esos mismos territorios, durante la Edad Media, las aldeas urbanas amuralladas, impedían el paso de los pestíferos que, excluidos, esperaban una muerte solitaria en las puertas de la ciudad, llorando su desgracia.

La impotencia de la ciencia, de la política y de la religión me trae a la memoria el verbo poético de César Vallejo cuando dice que “hay golpes en la vida, tan fuertes, yo no sé… golpes como el odio de Dios…”. Pero si ese fuera el caso, ¿por qué ese castigo divino?

* Es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia