La prensa suele traer cosas interesantes. Gracias a un artículo de Silvia Ayuso descubrí las tres novelas (pronto habrá una cuarta) de Romain Slocombe protagonizadas por el inspector principal adjunto Léon Sadorski. Se desarrollan en el París ocupado por los nazis. Sadorski es un excelente investigador. También es un policía colaboracionista, corrupto, cruel y miserable que se ocupa de perseguir a los judíos, a los que detesta, y de cometer los abusos más detestables. A su lado, los SS alemanes parecen casi nobles.

¿Cuál es el atractivo de esas novelas? Al margen de la fascinación morbosa que suscita el mal en estado puro, Slocombe describe con bastante exactitud lo que fue la Francia sometida por Adolf Hitler, cuando Alemania era dueña de Europa y no se había fabricado aún la heroica mitología de la resistencia (que existió, por supuesto, y fue heroica precisamente porque sus componentes eran pocos y aislados frente a la indiferencia general). Lo más interesante, sin embargo, consiste en la reflexión que suscita: ¿podrían suceder hoy esas cosas? ¿Podríamos volver a un tiempo de brutalidad, injusticia y abyección?

No quiero alarmarles. Ya tienen al coronavirus para eso. Pero sí, esas cosas podrían ocurrir hoy. Es fácil demostrarlo: ocurren todos los días. ¿Recuerdan aquello de Martin Niemöller?: “Primero vinieron a buscar a los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista. Luego vinieron por los judíos, y no dije nada porque yo no era judío. Luego…”.

Un crimen es un crimen, sea quien sea la víctima. Y el crimen está ahí, ante nuestros ojos. En Lesbos (Grecia), por ejemplo. Ahora agredimos y humillamos(dejémonos de hipocresías porque la responsabilidad es nuestra) a inmigrantes y refugiados en nombre de la legítima defensa de las fronteras. Más adelante quizá agrediremos y humillaremos en nombre de la paz social, o de una cierta idea de la justicia, o incluso una cierta idea de la libertad, y las víctimas serán otras. Tal vez nosotros mismos.

La altura ética de la política europea resulta evidente: primero sobornamos y luego nos sometemos al chantaje, en un juego (no lo confundamos con el realismo político) que consiste en igualar nuestra catadura moral con la de Erdogan o los gobiernos clánicos de Libia. Da igual quela tarea bochornosa recaiga ahora en la Policía griega y que los grupos de matones fascistas sean griegos. Otras veces le toca perpetrar abominaciones fronterizas a la Policía española (a tenor de lo que expresan determinados miembros de —la plataforma de policías nacionales y guardias civiles— Jusapol, quizá algunos agentes las cometan con gusto) y en cuanto a bandas de matones, vamos sobrados.

Cada época tiene sus ensoñaciones malsanas. Hace un siglo, la paranoia colectiva culpaba a los judíos, tan culpables del bolchevismo como del capitalismo, explotadores y a la vez pobres, conciudadanos pero siempre extranjeros. El sastre judío de la esquina tenía la culpa de todo. Ahora el mal son los inmigrantes. Hoy, como entonces, el objetivo consiste en preservar la nación, la patria, la identidad, el modo de vida. No hay que reparar en medios para defender cosas tan sagradas. Eso es lo que pensaba el inspector principal adjunto Léon Sadorski, un tipejo que encajaría la mar de bien en la Europa del siglo XXI.