Las víctimas no contagiadas
De qué más podemos hablar en estos días si no es de la pandemia global provocada por el coronavirus COVID-19. A la hora de escribir esta columna, la cifra mundial de personas contagiadas con la enfermedad ascendía a 250.000 casos en 169 países, y más de 10.000 fallecidos. Pero en los contextos de precarización generalizada como la latinoamericana, la cuarentena está generando tantas víctimas como el propio virus. Como toda crisis, las consecuencias golpean de manera distinta, según el nivel socioeconómico de las personas. En el caso de Bolivia, y sin menospreciar a los enfermos, podemos enumerar a las otras víctimas de este desastre.
Partimos por lo más obvio. Al declarar una cuarentena en Bolivia estamos pidiendo más sacrificio a quienes menos tienen. Nuestra economía, de acuerdo con datos de la OIT, tiene los indicadores más altos de la región en empleo informal, llegando al 83% de los trabajadores. Si bien la informalidad no es sinónimo de pobreza, estas personas, sin acceso a redes de protección social, son las que mayor vulnerabilidad enfrentan. Según estimaciones, 4 millones de personas en Bolivia forman parte de una familia donde si no se trabaja hoy, no se come mañana. Por ello, el control policial o militar de la cuarentena, con represión y violencia, viola los derechos humanos de la gente que sale a las calles no por irresponsabilidad, sino por sobrevivencia.
Un segundo colectivo de víctimas de la pandemia, incluso si gozan de buena salud, son los dueños de pequeños negocios. Para muchos de ellos, no contar con ingresos durante una quincena implica el riesgo de cerrar definitivamente su negocio que, además de sostener a su familia, brinda empleo a tres o cinco personas. “Si estoy sana, estaré aquí para atenderla”, me decía mi peluquera que ha perdido cerca del 60% de sus clientes. Los amigos y dueños de mi cafetería favorita han decidido suspender operaciones, porque las tres mesas que logran atender no justifican sus costos salariales. Seguramente recurrirán a un préstamo para pagar el alquiler de fin de mes y tendrán que pagar diferido a sus proveedores.
Por último, cabe mencionar los desafíos que las mujeres de Bolivia enfrentan con un incremento, si esto es posible, de las formas de violencia estructural que enfrentan. Las mujeres son las enfermeras en la primera línea de atención de casos de coronavirus, y el impacto que esto tiene en su salud física y emocional nadie lo considera. Las mujeres son quienes ocupan la mayor parte del trabajo informal, y la cuarentena las coloca en mayor riesgo de perder su precario ingreso.
Las mujeres son quienes asumen con mayor responsabilidad las cargas de cuidado que se incrementan en momentos de crisis, teniendo por ello que renunciar a puestos de trabajo y oportunidades de estudio, profundizando su precariedad. Si celebramos que cerca al 80% de los enfermos de coronavirus podrán recuperarse en sus casas, liberando con ello al sistema sanitario, ¿nos hemos preguntado quiénes serán sus cuidadoras y a qué costo? También son las mujeres quienes asumen la mayor carga de los hijos e hijas cuando las escuelas están cerradas, teniendo ellas que encargarse de las tareas para que no haya retrasos en la educación.
El Gobierno recomienda quedarse en casa y disfrutar de la familia, con una visión idílica de ese refugio contra el coronavirus. Sin embargo, se ha comprobado que la casa es el lugar más peligroso para las mujeres, quienes viviendo el encierro domiciliario obligado en entornos machistas se exponen aún más a situaciones de violencia exacerbada.
Nada de esto parece estar en la cabeza de quienes toman decisiones sobre las políticas públicas para enfrentar la pandemia, y solo parece ocuparles el cálculo del costo electoral de sus acciones pensadas en el corto plazo. Tenemos mucho que aprender de aquellos países que están enfrentando mejor la crisis, abriendo nuestras mentes más allá de consignas ideológicas.