Vivimos un momento histórico de incertidumbre mundial. El COVID-19 se ha adueñado del planeta y de nuestra cotidianidad; nos obliga al encierro e interpela nuestras realidades. ¿Cómo es posible, en pleno siglo XXI? En tiempos en que la ciencia y la tecnología, frutos de la razón humana, han desafiado hasta a la propia muerte, la civilización debiera estar enfocada en otro tipo de asuntos. Entre ellos, los precios del petróleo, las brechas de pobreza y los conflictos político-ideológicos. Hay condiciones básicas que dábamos por sentadas hasta que la pandemia se convirtió en una pesadilla: Italia, España o Francia han colapsado por atender los casos críticos del COVID–19.

Rápidamente los países tomaron medidas de diversas magnitudes. Y el caos se apoderó de calles y mercados, la tensión se respira. Mucha incertidumbre ante el desconocido agresor. Las redes se han inundado con el hashtag #QuédateEnCasa. El desafío, en apariencia simple, está desnudando varias vulnerabilidades de la sociedad posmoderna: la soledad de los ancianos, la fragmentación de las familias, el cuidado del otro, la falta de diálogo y de expresiones de cariño. Vamos, el coronavirus COVID-19 nos está obligando a priorizar. Está confrontando al bienestar individual con el bien común.

El bienestar se refiere a esa satisfacción personal en diferentes planos de la vida: la realización profesional, la estabilidad laboral, la tranquilidad mental, la salud física, la calidad de vida… Todos ellos criterios subjetivos, pero que reditúan millones de millones al sistema de consumo mundial. Ilusiones, construcciones sociales que hoy se ven fracturadas por esta crisis sanitaria global. Ni el dinero ni la mejor calidad de vida parecen incomodar el avance del virus por el mundo.

A su vez, el bien común es la causa de los quijotes. Es la utopía de la convivencia: elementos materiales e inmateriales que benefician al conjunto de la sociedad, como las calles limpias, el aire, sistemas de salud y educación de calidad. Muchas veces supone sacrificar el bienestar personal, y es lo que hoy demanda seriamente esta cuarentena obligatoria. Así, miles por el mundo desprecian las medidas de precaución porque no toleran quedarse encerrados. ¡Cuánto hemos desandado el camino de la solidaridad y la ayuda al prójimo!

En 2016, el papa Francisco hablaba del sistema de consumo y de la manera en que conducía a la sociedad posmoderna a una cultura del descarte: todo se puede comprar, y lo que no sirve, se desecha. Un proceso deshumanizante legitimado en nombre de los derechos y las libertades. Así, era cada vez más común dejar a nuestros ancianos en geriátricos, mientras los jóvenes y adultos vivíamos el desenfrenado mundo de la invulnerabilidad. Recuerdo una nota de 2019 sobre “Nietos a domicilio”, un emprendimiento colombiano en el que jóvenes hacían las veces de nietos de ancianitos abandonados, quenes no tenían con quién hablar o pasear, porque sus familiares de sangre estaban muy ocupados y no podían atenderlos.

El COVID-19 nos obliga a estar en casa. Una casa llena de artefactos y vacía de afectos. ¡Qué bueno que la tecnología está a disposición! Y qué triste darse cuenta de que en esta carrera de caballos cocheros nos hemos quedado sin nuestros cables a tierra. Hoy, en soledad, muchos añoran la caricia de la abuela ¡y hasta sus manías!, el abrazo de esa madre que vive sola, la mano que te toma la temperatura y te prepara una sopa. No hay play station que lo compense. Cuidar del otro es la base de nuestra humanización. Lo estamos aprendiendo de la peor manera, sin poder abrazar a los padres y abuelitos enfermos, sin poder velarlos, sin siquiera poder darles el último adiós. Así, Italia y España ven subir impotentes las cifras de muerte. Este virus nos cambiará la vida. Ojalá. Porque de algo estoy muy segura: en el dolor, en la crisis y el sufrimiento no existe ideología ni dinero que nos puedan sostener.

Tatiana Carla Fernández Calleja, miembro de Voces Católicas.