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Para después de mañana y otras reflexiones

El sábado murió Luis Fernando Aute (recuerdo a Massiel cantando “Rosas en el mar” en 1967), y pocos días antes, el 23 de marzo, Lucía Bosè, la gran musa del neorrealismo italiano. Ambos fueron parte de una larga lista que ahora me regresó a los años 80, cuando desaparecieron al menos dos generaciones de grandes artistas, en plenitud de sus juventudes, por el entonces desconocido VIH. Hoy la mayoría son de las tercera y cuarta edades, como si la Parca quisiera completar, 40 años después, el trabajo que no concluyó. Este encierro y estas muertes me han recordado que la inmediatez muchas veces no me deja mirar cuando escribo a futuro. Aprovecharé ahora, con tiempo y con la confianza de que muchos la leerán, sin inmediateces que lo impidan, para elucubrar sobre una Bolivia que quisiera ver.

Primero que todo, entre 2003 y 2005 (incluso no estando permanente en el país) encabecé un largo estudio como consultor de la Universidad Estatal de Nueva York (The State University of New York: Suny) sobre cómo veíamos y aspiraríamos a que fuera el sistema parlamentario en Bolivia. Como han pasado 15 largos años, no creo que haya observancia de la propiedad intelectual del estudio.

Se hicieron muchas encuestas y muchísimas entrevistas en profundidad. En algunas, para evitar susceptibilidades ideológicas, se les dijo que eran para otros destinatarios, incluyendo las cátedras que ejercía en la Universidad Católica Boliviana. Políticos, sobre todo congresistas (en un amplio arco político, desde Felipe Quispe y Evo Morales hasta Leopoldo López y Ernesto Suárez), directores de medios y periodistas, líderes de opinión… comentaron sobre cuál, según su percepción, sería el mejor modelo legislativo para Bolivia. Ganaron un Congreso unicameral y diputados uninominales. También recibieron amplio apoyo un sistema de elección que no coincidiera con el presidencial y las llamadas elecciones de medio término, pero que en nuestro hipotético caso abarcarían el medio final de un período presidencial y la mitad inicial del siguiente. Hubo muchísimos más resultados, pero me quedo con estos tres en lo congresal.

Ahora opinaré sobre cuál forma de gobernarnos preferiría. Latinoamérica heredó de España y Portugal la idea de gobiernos fuertes y centrales. Basta recorrer desde la independencia los caudillismos presidenciales, cuasi monárquicos, muchos de ellos fatales para nuestros países. Mucho se nos ha pontificado sobre las “virtudes” del presidencialismo. Yo abogo por el parlamentarismo, con un presidente (como en Alemania, para no hablar de monarquías simbólicas) revestido de la representación del Poder, pero sin ejecutarlo; y un jefe de gobierno, llamémosle primer ministro, como en Canadá o, de nuevo, Alemania, en delegación de la mayoría parlamentaria —propia o aliada— que gestione ese poder. Con dos condicionantes al presidente: siete años de ejercicio (los pitagóricos) y no reelección. Entretanto, el jefe de gobierno tendría tres años y medio de ejercicio (si no lo saca antes el Parlamento) hasta la siguiente elección, de medio término o término final de la presidencia. Hay quienes representarían con lustre el Poder, pero no serían aptos para ejercerlo.

Mientras que otros, con gran aptitud para gestionarlo, nunca serían beneficiados con él en un presidencialismo. Las cortes leonesas de 1188, el Riksdag sueco de 1435, y el Parlamento británico de 1707 fueron los antecedentes (el Senado romano y la Ekklesía griega fueron excluyentes). Alexis de Tocqueville y Montesquieu lo defendieron, y los padres fundadores en 1776 y la Asamblea Nacional Constituyente en 1789 lo aplicaron. Claro que habría que cumplir lo que preconizaba Jürgen Habermas: el debate racional y sereno que lleva al consenso y no las manos levantadas por consignas.

Quiero, como final, reflexionar sobre el COVID-19 y nuestra sociedad. Creo, como Henry Kisssinger refiriéndose a EEUU, que “ahora, en un país dividido, es necesario un Gobierno eficiente y con visión de futuro para superar los obstáculos sin precedentes”. La herencia tras el 10 de noviembre de un país bordeando la quiebra y en profunda crisis sanitaria amilanaría a muchos. Eso no pasó, pero tampoco se dudó en que “ningún país, ni siquiera Estados Unidos, puede en un esfuerzo puramente nacional superar el virus”, como sentenció Kisssinger. La pandemia nos llegó el 10 de marzo con los dos primeros casos detectados, pero desde el 26 de febrero se estaban aislando sospechosos. Hubo y hay muchas carencias, y también errores al improvisar como en todos los países afectados, pero, a pesar de ello, se ha logrado moderar la diseminación.

Aunque las campañas políticas se cancelaron, entiendo que algunos candidatos, no importa el “color”, hagan un proselitismo “suave” a través de acciones solidarias. Incluso comprendo a quienes critican la decisión de Jeanine Áñez de postularse a la presidencia, porque a un candidato le tronchó lo que éste suponía una presunta victoria, y a otro le frustró copar un departamento. Lo que no entiendo ni acepto es la promoción de atentados a la salud, incitando a manifestaciones y movilizando marchas. Eso es criminal en un momento en que la gran mayoría de los actores sociales y políticos aúnan esfuerzos sin consignas políticas.

Tampoco entiendo que una “autoridad” como la Defensora del Pueblo (masista) haga gala pública de falsedad, al afirmar que “Latinoamérica y Bolivia sabían en septiembre de 2019 que la pandemia del coronavirus estallaría”; y que en 2018 “se sabía a nivel” regional que “venía la pandemia”; para rematar que “no por unos casos se va aplicar políticas públicas, eso es irresponsable”. La mentira cae cuando se recuerda que el oftalmólogo de Wuhan Li Wenliang alertó recién el 30 de diciembre de 2019 sobre la posible presencia de un nuevo coronavirus, variante del SARS de 2003. Pero le pregunto, en el hipotético caso de que se sabía desde 2018, ¿qué hizo el MAS? ¿Estolidez o estupidez?

José Rafael Vilar, analista político.