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Bolivia y México, política anticrisis

Aun bajo la misma condición, el miedo-pánico también ha sido utilizado como dispositivo de modo distinto

/ 13 de abril de 2020 / 07:02

En un influyente artículo, John Loannidis afirma que las decisiones que están tomando los gobiernos en respuesta a la pandemia provocada por el nuevo coronavirus no dependen de datos fiables, porque los países carecen de evidencia sobre cuántas personas han sido y están siendo realmente infectadas, por lo que si bien en el corto plazo esas decisiones pueden ser soportables, en el largo plazo sus consecuencias son impredecibles.

Bolivia y México se encuentran en la antípoda de ese escenario, no sin cierto sentido contradictorio, porque mientras en el primer país aquellos que se abalanzaron sobre el poder, haciéndonos creer que recuperarían la democracia, impusieron un virtual Estado de excepción; en cambio en la nación azteca, aquellos que fueron tildados de populistas y resabios de un viejo autoritarismo han optado por medidas más “humanistas”. Aun bajo la misma condición, el miedo-pánico también ha sido utilizado como dispositivo de modo distinto. En México, por medios de oposición que desataron un contagio psíquico en la sociedad y que superó al propio Gobierno en acciones de prevención. Y en Bolivia, por el propio Gobierno, que desplegó el discurso del miedo para, en palabras de Giorgio Agambem, “limitar la libertad en nombre de un deseo de seguridad inducido por el mismo Gobierno”. “Vendrán días tristes para Bolivia”, anunciaba la Presidenta provisoria, y su coro de allegados no se detuvo en generar paranoia.

Por eso, el Gobierno mexicano declaró inicialmente su lucha en contra del pánico y la desinformación; mientras que la ironía de los hechos obligó al Gobierno boliviano a cuidar vidas humanas habiendo operado previamente dos masacres. Así, mientras en México las acciones se desplegaron desde una matriz discursiva ceñida al respeto de los derechos humanos y al cuidado de la vida pública, en Bolivia el discurso del miedo derivó en cárcel y castigo. El Ejecutivo mexicano encargó la política anticrisis a un grupo de especialistas, cuya tarea técnica se transparenta y rinde cuentas todos los días a las 19.00. En cambio en Bolivia parece haberse instalado en el Ejecutivo una suerte de triunvirato integrado por los ministros de Gobierno, de Defensa, y de Obras Públicas.

De allí que en el país el Gobierno refleja una falta de coordinación no solo por su desesperada manera de tomar medidas en función del número de muertos e infectados, sino también por su forma de gobernar por decreto. En cambio en México las medidas se han tomando pausada y sucesivamente, según transcurrieron las etapas de contención y mitigación, las cuales por cierto en Bolivia se definen arbitrariamente. Parte de lo dicho se refleja, además, en la odisea que viven más de 500 bolivianos en la frontera con Chile, impedidos de entrar a su propio país. Lo cual contrasta con los más de 8.000 mexicanos repatriados, sin distinción del color piel ni de su partido. El Gobierno mexicano se resistió a tomar medidas drásticas en esta materia porque, a decir de su Presidente, ellas exacerban el racismo, el odio y la discriminación; sentimientos que parece hacer sentido el Director de Migración boliviano.

Y para terminar de marcar diferencias, en la tarea de mitigación de la pandemia México optó por concientizar amigable y didácticamente a la gente, a través de “Su-sana Distancia”, una súper heroína (un personaje animado) que, identificada con los niños, exhorta a quedarse en casa en nombre del bienestar común. Todo lo opuesto a la forma en la que el mencionado triunvirato se confronta con la gente a punta de amenazas, y la aparición nocturna del Ministro de Salud como un “ángel de mandil blanco” de la muerte. En el razonamiento de Loannidis, ¿cuál será la consecuencia de esta disimilitud?

Carlos Ernesto Ichuta Nina, doctor en sociología.

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Bolivia y México, política anticrisis II

El COVID-19 ha sido identificado como una enfermedad con implicaciones clasistas.

/ 15 de mayo de 2020 / 07:00

Contra los pronósticos de los “falsos profetas de la pospandemia” (Waisbord dixit), en esta crisis económica, el Estado se ve forzado a actuar en el marco del sistema económico vigente, a pesar de que al producir desigualdad y miseria, este sistema determina la diferente forma en la cual pobres y ricos enfrentan la tragedia. Por ello, el COVID-19 ha sido identificado como una enfermedad con implicaciones clasistas, cuyo sentido parece superar, sin embargo, lo inimaginable, puesto que los dueños del capital, que toman al Estado como agencia de defensa de sus intereses, vienen cabildeando a su favor con más ahínco en esta coyuntura; tanto que resulta determinante el rol que juegue la clase política.

En ese sentido, México y Bolivia, los dos países con las tasas más altas de informalidad en la región (60% y 80%, respectivamente), por cuya razón sus gobiernos deberían focalizar sus políticas, actúan de modo diferente, porque mientras el Gobierno mexicano niega disponer cualquier tipo de medida que favorezca a las grandes empresas, basándose en el principio de separación de lo político y lo económico, cuya relación considera la fuente histórica de la corrupción y de desfalco al país; en Bolivia, quienes facilitaron la instauración de un gobierno de facto dejaron tan debilitado al Estado que hoy los grupos de poder económico encuentran sus puertas abiertas.

Las cámaras empresariales, que dicen ocupar el 20% de la mano de obra disponible, están determinando las medidas económicas que dicta el Gobierno. Mientras que en México aquella decisión se justifica a partir de una concepción sobre el desarrollo centrada en el no endeudamiento del Estado y la atención de los más necesitados, no de una minoría que ocuparía solo el 25% de la población económicamente activa, en un país en el que la pobreza afecta a más de 65 millones de personas.

Es más, con el fin de beneficiar a pequeños empresarios, el Gobierno exigió a las grandes empresas el pago de impuestos adeudados, lo que provocó la furibunda reacción de los concejos patronales que, lanzados al ataque en contra del presidente López Obrador, desvelaron tentaciones golpistas. Como el acuerdo que firmaron con el BID Invest para, a través del Banco de México, obtener diferentes apoyos. Rebasado, y dada la autonomía de este organismo, el Gobierno no tuvo más que advertir la vigilancia de esos recursos para que no sean convertidos en deuda pública. En cambio, a partir de una “donación” para “fortalecer la lucha contra la pandemia”, los grandes empresarios en Bolivia, lobby mediático de por medio, urgieron al Gobierno a asumir una “economía de guerra”, presentando para ello proyectos de decreto que fueron emitidos casi en su integridad, como lo muestra la prensa escrita.

De este modo obtuvieron, entre otras cosas, créditos para el pago de salarios, suspensión temporal de deudas tributarias, cuarentena flexible “para evitar la escasez de productos”, no aumento al salario, inyección de liquidez a través del Banco Central y con cargo al Estado, y que el Ejecutivo recurra a créditos ofrecidos por organismos internacionales, a sabiendas de las condiciones que impondrán esas instancias al país, como la reducción del gasto público, la flexibilización laboral y la “eficientización” de la economía (léase privatización).

Mas en la continuidad de esa trama, banqueros exigen el pago de deudas, los mineros buscan obtener concesiones y los agroindustriales, ingresar transgénicos al país. La lógica de un Estado dadivoso, que solo debía organizar elecciones, se opone así a la lógica de austeridad del Gobierno mexicano que busca evitar el dispendio y fortalecer los programas sociales; lo cual contrasta también con la actual administración boliviana que, por medio de bonos con cargo a la deuda pública, dice otorgar un beneficio cuando en su propaganda de 24/7 parece más bien repartir prebenda a nombre de una candidata.

Carlos Ernesto Ichuta Nina, sociólogo, docente de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) de México.

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Fraude o cómo convertir un asunto en baladí

También se refieren a una “trama con afanes desestabilizadores”, que buscaba boicotear la reelección de Luis Almagro como secretario General de la OEA. Incluso lograron que el MIT aclarase no haber realizado el mencionado estudio.

/ 28 de marzo de 2020 / 08:40

“La verdad se alcanza a partir de un malentendido”, dice Lacan; pero hay quienes cultivan el malentendido para vedar la verdad. Veamos. Habiendo trascendido la publicación del artículo de Jack Williams y John Curiel, investigadores del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), quienes no encuentran evidencia estadística que apoye la idea de que en Bolivia hubo fraude electoral en las elecciones de octubre, medios de comunicación, intelectuales, opinólogos adscritos a la narrativa oficialista y personeros del Gobierno se dieron a la tarea de desacreditar dicha aportación con argumentos de forma más que de contenido.

Por un lado, en su ya acostumbrada actitud persecutoria, se dieron a la tarea de identificar quién estaba detrás de aquel “informe”, con el fin de identificar al culpable y cortarle la cabeza. La pista la proporcionaron los mismos autores en un segundo artículo de tono más científico, publicado en counterpunch.org, en el que se menciona a pie de página que el análisis originalmente apareció en el Centro de Investigación en Economía y Política (CPER). Con ello, cual si desvelaran una conspiración comunista, presentan una red de vínculos integrada por personajes y organismos ligados al expresidente de Ecuador Rafael Correa y al “socialismo bolivariano”, a quienes identifican como “amigos de Evo”. También se refieren a una “trama con afanes desestabilizadores”, que buscaba boicotear la reelección de Luis Almagro como secretario General de la OEA. Incluso lograron que el MIT aclarase no haber realizado el mencionado estudio. Aclaración que les permitió enterarse que en las universidades existe algo que se llama “libertad académica”, lo cual hacía innecesaria tal excusa.

Por otro lado, los aludidos echaron por tierra el trabajo de Williams y Curiel con base en descalificaciones, de las que no se eximieron ni un par de opinólogos más serios. Pusieron en duda su categoría de “investigadores”, los señalaron como “marginales”; despreciaron el análisis porque, según ellos, “ni a eso llega”; lo catalogaron como “obvio”, “tendencioso”, “vendido” y como un “penoso e intrascendental ejercicio estadístico” que “había que echar a la basura”. Finalmente, comparándolo con la extensión del análisis de integridad electoral que realizó la OEA, demeritaron el trabajo por “no llegar ni a cuatro páginas”, reproduciendo aquel viejo defecto académico local que valora más un trabajo por su extensión.

La propia réplica de la OEA no reparó en adjetivos. Y señalando que “el documento contiene falsedades, inexactitudes y omisiones”, defendió su informe, calificándolo como más vigoroso por el número de investigadores que participaron en él, por los análisis que llevaron a cabo, y por el trabajo en campo que realizaron; pues los investigadores del MIT no se habían dado ni el gusto de visitar Bolivia y pretendieron la valía de un “trabajo de escritorio”. Sin embargo, esta última afirmación resulta curiosa, porque en las páginas 88-89 de su informe la OEA asevera que “en el umbral del 95% (del conteo oficial), se observa una clara ruptura en la tendencia de votación, que requiere un mayor análisis”. Análisis que no realizan y al que aporta justamente el trabajo de Williams y Curiel.

Pero cuando los “narradores tradicionales de la verdad” vetan su disputa, la disonancia sabe mal. Si no fuera así, sería interesante analizar por ejemplo el hecho con base en las encuestas de intención de voto que mostraban tendencias parecidas a las actuales, de no ser porque desaparecieron. Ya en el fondo, uno se pregunta por qué la sinrazón se impone tan fácilmente. Y la respuesta parece radicar en el anticientificismo de nuestro contexto, que hace de la doxa, el rumor (como el que motivó la intifada de octubre), la base del poder.

Carlos Ernesto Ichuta Nina, doctor en sociología,

docente de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) de México.

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Echar el muerto a otro

En esa representación ahistórica opera la negación de las violencias poscoloniales de nuestro devenir como país

/ 28 de febrero de 2020 / 00:15

A tono con el llamado a impedir el retorno de los “salvajes”, que a principios de año hiciera la autoproclamada (aunque según últimas revelaciones, intencionalmente nombrada) Presidenta del país, intelectuales/opinólogos alineados al poder que detenta un grupo carente de legitimidad democrática vienen expresando al unísono la idea de hacer creer que el interrumpido gobierno masista polarizó al país, fomentando el odio racial, urdiendo/imaginando deliberadamente narrativas de fuerte dosis ahistórica e ideológica. Algunos ejemplos de esa quimérica forma de ver la realidad, y que se publican en un medio que funge como plataforma mediática de ese grupo de poder, son los siguientes:

“(…) 14 años de manipulaciones, violencia, confrontación fue alimento para la polarización”. “Una tarea prioritaria es reconstruir el tejido social destruido por la polarización ideológica, promovida por 14 años de entender el mundo en blanco y negro, k’aras/t’aras (…)”. “Con una mano fue un régimen que impulsó la inclusión social, con la otra mano sembró la desdichada idea del odio racial (…)”. “Los que dirigieron la más grande estafa a los bolivianos divulgaron la conjetura de que Bolivia es una sociedad dividida por el color de la piel”. “(…) con discurso demagógico, a la sociedad se la polariza entre indígenas y no indígenas”. “(…) 14 años de racismo, distorsión de la ética, la moral y hasta la religión no se corrigen fácilmente. Niños, que ahora son ya jóvenes, han aprendido a odiar al supuesto blanco”. “(…) la ciudadanía asqueada por 14 años de abusos, racismo, corrupción, persecución, narcotráfico, impostura, extorsión y violaciones a la Madre Tierra (…)”. “Con aparente bronca contra los k’aras, por el presunto odio de éstos al ‘indio’, se fueron denunciando un ‘golpe’, mensaje que excita a los entusiastas de la izquierda internacional”. “El racismo todavía tiene el Parlamento y no ha sido desarmado, ni podrá serlo si todos no contribuimos a cimentar la esperanza que nació de las ‘pititas’”.

Más allá de su común antimasismo, los códigos y símbolos que expresan, esos dichos resultan hasta cierto punto aberrantes, al desplegar una mirada ahistórica de nuestro modo de ser y estar, que estriba en culpar a un régimen de las fracturas sociales que hacen a nuestra historia, y que hicieron de Bolivia un país siempre imposible; y que por lo mismo perviven en nuestra subjetividad, reproduciéndose inercialmente de modo biopolítico. En esa representación ahistórica de nuestra realidad opera la negación de aquellas violencias poscoloniales características de nuestro devenir como país, probablemente porque sus declarantes se encuentran del lado del grupo racialmente dominante.

Por ello, como correlato, ese ahistoricismo desvela un conservadurismo ramplón, al sugerir que lo peor que le pudo haber pasado a nuestro país fue la indigenización de la política. Ya que al parecer, para esa suerte de exégetas de un racismo encubierto, las cosas habrían estado mejor antes, cuando el desprecio a la chola y al indio venían normalizándose. Porque de soslayo, en su conservadurismo exteriorizan su intolerancia hacia la voluntad y la propia lucha popular que dio origen a un gobierno, quiérase o no, identificado con los “extranjeros de su propia tierra”.

Curiosamente, sin embargo, desde ese mismo magma intelectual, algunos conservadores reniegan por la forma en la cual se piensa la realidad del país en términos duales, porque lo consideran retrógrado, desgastado y, sobre todo, antitético respecto de los logros de la modernidad en cerca de dos siglos de historia de Bolivia. Lo cual resulta semejante a creer que los dilemas morales de la clase dominante se reparan con echarle una limosna al mendigo.

* Doctor en Sociología, docente de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) de México.

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Coyuntura post-Evo

Eso que erróneamente algunos llaman ‘transición’ se caracteriza por una serie de curiosidades y contradicciones

/ 29 de enero de 2020 / 00:02

A más de dos meses de la forzada renuncia de Evo Morales al poder, resulta difícil describir el momento que vive el país. Difícil cuando la posición y la condición de clase dista entre quienes comparten intereses y aquellos grupos que se regocijan por haber provocado la caída de un “tirano” y haber recuperado algo que llaman “democracia”; pero que carece de la capacidad de hacerse sustancia en el sentir social, ya que desde el lado de los infligidos esta ausencia de sentido supone que el país se encuentra secuestrado por un grupo golpista y una casta política que no carece solamente de representatividad, sino que también luce conformada por turbios personajes. Y no resulta sencilla aquella interpretación, porque, a pesar de todo, nuestra coexistencia nos obliga a relacionarnos e interactuar, aun cuando en el espacio social en el que coincidimos nos miremos con sospecha y recelo.

(Con)vivimos así en estado ficticio, conminados por el irrefrenable correr de la vida cotidiana, y abonado por la pretensión de quienes disfrazados de pureza buscan imponer, a través de una especie de cruzada moral, verdades que falsean todo cuanto vivimos en 14 años y que resulta haber sido una entelequia. Esta operación es parecida a la generación de esquizofrenia mediante la anulación de toda certeza. Así, en un afán mesiánico y por medio de una campaña propagandística que no escatima en recursos económicos, la narrativa de quienes controlan el aparato estatal aduce que vinieron a liberarnos de las fuerzas del mal, que en número constituyen cerca de 600 procesados y perseguidos. Su acción se revela así como una reacción que no parece emerger de buenas intenciones, sino del rencor y el desquite, resultando por ello extraña su democracia. A la que además defienden militarizando un país y funcionalizando “resistencias” (pititas, motoqueros, Unión Juvenil y Resistencia Kochala) como verdaderos poderes fácticos, al mismo tiempo que se indignan por el rumor de la conformación de milicias armadas, como ocurre en estados de terror y miedo.

Eso que erróneamente algunos llaman “transición” (¿de qué?, ¿a qué?), se caracteriza así por una serie de curiosidades y hasta contradicciones, como el hecho de que políticos otrora procesados sean liberados de toda culpa, y que los acusadores pasen a condición de acusados por la varita mágica de un “Gobierno justo y ecuánime”; que los medios de comunicación faranduleros exhiban su penosa funcionalidad con el poder a cambio de publicidad; que “analistas” y “opinadores” postulen a intelectuales orgánicos del poder, alineándose a una narrativa dominante, en algunos casos con total zalamería; que la opinión pública o publicada haga recurso fehaciente de las fake news, dando a conocer situaciones que en realidad no ocurrieron, como en México, por ejemplo; que intelectuales hagan mella del sentido crítico, urdiendo interpretaciones más cercanas a los deseos del poder, cual burócrata de simpatías erráticas; o que sectores sociales conservadores, a tono con algunos personeros del Gobierno que exhiben su cariz fascistoide, luzcan envalentonados y motivados por un entorno político que fomenta las violencias.

Por ello, la situación que vive hoy el país no tiene que ver en absoluto con un ambiente de fiesta o de fiereza pura. Se trata más bien de una especie de burbuja, caracterizada por la primacía de la incertidumbre, a partir de cuyo lugar se pretende imponer una narrativa del poder factual por diversos medios confluyentes. Ello porque en ausencia de certezas, el humor de una nación podría virar hacia el pasado mejor conocido. Por cierto, el Teleférico nunca había lucido tan desaseado y desordenado.

* Doctor en Sociología, docente de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) de México.

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¿No hubo golpe?, ¿hubo fraude?

Estas ideas que buscan imponerse como verdades derivan en un simple acto propagandístico.

/ 6 de enero de 2020 / 00:13

Como parte de una intensa campaña mediática que busca justificar su presencia, habida cuenta de su falta de legitimidad y legalidad (atributos estos que en democracia suelen ser otorgados por el voto de la gente), el Gobierno de transición, que además comprometió al Estado en una bochornosa crisis diplomática con los gobiernos democráticamente electos de México y España por extralimitarse inconstitucionalmente en sus funciones, viene difundiendo a través de los medios masivos de comunicación un spot con el enunciado “En Bolivia no hubo golpe de Estado, hubo fraude electoral”. Aunque el costo de esta campaña resulta difícil de dimensionar, sobre todo porque quienes vinieron a asumir el rol de fiscalizadores quedan exentos de fiscalización (al arrogarse el poder de las virulentas masas), éste retoma dos aspectos que más que verdades nacen/yacen en el ámbito de la posverdad.

En primer lugar, porque aquel suceso acaecido en noviembre, y que desmoronó la imagen que Bolivia venía proyectando al mundo, retrotrayéndose a su triste pasado dictatorial, ha llamado la atención de estudiosos, intelectuales, organismos internacionales, gobiernos, medios de comunicación y ciudadanos del mundo, cuyas interpretaciones del suceso resultan muy disímiles.

Sin ser las únicas, tres son las ideas predominantes al respecto: la del golpe de Estado; la negación de tal hecho, en lugar del cual se reivindican términos tales como “revolución”, “levantamiento”, “rebelión” o movilización “pacífica”, pero que mutuamente son inconsistentes; y la idea del “autogolpe” o del “golpe a la democracia”, que el propio Evo Morales habría operado al buscar su reelección por medios ilegales, y en cuya idea paradójicamente convergen feministas y conservadores, críticos y conversos.

No obstante, lo curioso de tales ideas radica en su carácter retrógrado, en un tiempo en el cual la realidad rápidamente cambiante orilla a la laxitud conceptual, obliga a la flexibilidad teórica y a la liquidez categorial. En ese sentido, cualquier estudioso serio de los golpes de Estado sostiene que este fenómeno ya no puede ser entendido a la vieja usanza, y que los epifenómenos imponen más bien la necesidad de adjetivarlo, sin que por ello el significante pierda su esencia. Así, desde hace medio siglo se definen categorías como golpe civil, civil-militar, policial, haciendo plausible un “golpe cívico-político-policial”.

En segundo lugar, la hipótesis del fraude electoral resulta más insatisfactoria todavía, ya que a pesar de la idea instalada en el imaginario popular, como posverdad, inclusive mucho antes de las elecciones, no se ha expresado más que emocionalmente. El “héroe” sin capa, pero con laptop, no presentó una sola prueba irrefutable de acto fraudulento, sino una serie de supuestos que de hecho constituyen la base del informe que la Organización de Estados Americanos (OEA) presentó como “Análisis de Integridad Electoral”, en razón de la auditoría electoral que realizó sobre una muestra del 13,5% del total de actas computadas. Aun así, éste no contiene una sola mención del término “fraude”, a diferencia del de “manipulación” (27), irregularidad (21), “inconsistencia” (16), “error” (14), y “falla” (10), escrutando privilegiadamente, sin embargo, el Sistema de Transmisión de Resultados Electorales Preliminares (TREP). En ausencia de certezas y en un campo político minado, estas ideas que buscan imponerse como verdades derivan en un simple acto propagandístico. La verdad, en cambio, requiere de pensamiento crítico, y éste parece encontrarse en crisis, por el alineamiento de los actores influyentes a los apetitos del poder transitorio. Evidencias recientes y viralizadas de sedición dan cuenta incluso de que el relato gubernamental resulta falsario.

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