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Los condenados de Pisiga

Entre otras funciones, el carnet de identidad avala tu pertenencia a una nación. Entonces, en un lugar militarizado marcado por la conflictividad, la retención de ese documento significa condenarte, aunque sea temporalmente, a ser un don nadie, incluso en tu propio país. Quizás los emigrantes bolivianos varados en Pisiga, en la frontera con Chile, se sienten de esta manera. En el contexto de la crisis sanitaria provocada por el COVID-19, el gobierno de Jeanine Áñez no solo les retuvo su carnet de identidad (lo cual constituye una violencia simbólica), sino que, peor aún, les ha negado el ingreso a su propio país, condenándolos a una situación de angustia, dolor y precariedad.

Estos condenados por el Gobierno boliviano viven un infierno en Pisiga. La mayoría de ellos son de escasos recursos y trabajan en el norte chileno. Tienen empleos y salarios precarios, que solo les alcanza para el pan de cada día de sus hijos. Antes de la Colonia, el norte chileno fue un territorio aymara. Pero ellos se sienten extranjeros, más aún, inmigrantes. Ellos sufren una doble discriminación: por ser bolivianos y por ser aymaras.

A estos compatriotas, al igual que al resto de nosotros, la llegada del coronavirus COVID-19 los sorprendió y atrapó en suelo chileno. Muchos de ellos se quedaron varados en la frontera. La necesidad de llegar a su hogar para protegerse frente al acecho del coronavirus les hizo pensar que en su país iban a encontrar el auxilio estatal correspondiente. Quizás pensaron que iban a pasar por un control sanitario riguroso, como suceden en otros países, para luego, si están sanos, ingresar sin problemas a su país.

Pero se equivocaron. Para el Gobierno transitorio, estos migrantes son un peligro sanitario, son parias; por tanto, se los condena al hambre, al frío y al dolor, expuestos al inclemente frío otoñal de Pisiga y al propio acecho del COVID-19 (por ejemplo, los 16 baños dispuestos por el Gobierno no cuentan con alcohol en gel). Una situación de mucha vulnerabilidad para estos migrantes bolivianos, muchos de ellos niños.

Esta forma de manejar el conflicto “biopolítico” en Pisiga revela un rasgo clasista/racista en el Gobierno transitorio. La mayoría de los migrantes varados son pobres y aymaras, y por estas razones son considerados “salvajes”. Entonces, el discurso gubernamental de lo salvaje/no salvaje encuentra en esta crisis sanitaria su propio sentido simbólico, lo cual explica el trato de los emigrantes en esa zona fronteriza. En la antípoda, 35 bolivianos contrataron un avión para poder regresar desde Santiago de Chile.

Mientras tanto, los condenados de Pisiga son hostigados permanentemente por policías y militares, evidenciando otro rasgo gubernamental: el represivo. La obstinación de dejarlos en un estado de confinamiento precario tensiona la frontera. El mensaje gubernamental de que no va a  doblegar en sus decisiones, aunque éstas representan un atentado contra los derechos humanos, es parte de su cariz autoritario. Incluso un alcalde chileno anticipó que presentará una denuncia contra el Gobierno boliviano en instancias internacionales. La respuesta del Ministro de Justicia fue acusar a ese alcalde de “masista”. Luego, se disculpó con un tono discriminador: “Hoy cometí una Evada, mil disculpas al alcalde de Colchane por haberle tildado de masista”. Este mensaje racial parece formar parte de un guion armado para esconder la incompetencia e indolencia gubernamental en la administración de la crisis sanitaria. Quizás por esta razón se inventaron un chivo expiatorio: los masistas.

Entre tanto, los condenados de Pisiga no solo sufren de la insensibilidad gubernamental, sino también de la propia prensa. Un periódico tituló: “Unos 300 bolivianos amenazan con ingresar a la fuerza al país por Pisaga”, criminalizándolos. A su vez, el Ministro de Defensa les dice “Quince días pasan rápido”. Quizás ellos podrían responderle con un grafiti pintado en una pared cerca del puerto de Iquique que afirma: “Somos extranjeros en nuestro propio territorio”.

Yuri F. Tórrez, sociólogo.