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Un embajador vs el narcoministro

En la misma semana corona-viral fallecieron el embajador francés Raymond Cesaire, en París, y el exministro del Interior de Bolivia Luis Arce Gómez, en una clínica paceña. Como ambos, fui testigo y actor en ese aciago 17 de julio de 1980, jornada del más sangriento golpe de Estado perpetrado en la historia de Bolivia.

En tanto que ministro de Educación y Cultura, a tempranas horas de ese día acudí al llamado angustioso de la presidenta Lydia Gueiler, para asistir a una reunión de gabinete. Minutos antes se había amotinado la guarnición de Trinidad y el cuartelazo inició su marcha. Los ministros militares se encontraban ausentes, y el único que estaba presente, el de Defensa, se apresuraba en hacer aprobar su decreto para compras —decía— impostergables.

Hacia mediodía, nos llegó la noticia del asalto a la COB, y del asesinato de Marcelo Quiroga Santa Cruz. Más tarde irrumpió fieramente en el Palacio Quemado un contingente de paramilitares al mando del conocido delincuente “Mosca” Monroy. La Presidenta nos encomendó a Oscar Peña Franco y a mí indagar la situación. No fuimos muy lejos. En la sala de edecanes una golpiza ensangrentó a Oscar y, simultáneamente, el “Mosca” encañonó su metralleta en mi vientre hasta que el edecán Agustín García me liberó, amenazándolo a su vez con su pistola. Momento en que el asesino se explicó: “No se meta capitán, nos mandan los ‘luchos’”. Se refería a Luis García Meza y a Arce Gómez.

Prontamente logramos sacar a la presidente Gueiler de su despacho a la azotea del Palacio, donde permaneció hasta su traslado a la nunciatura apostólica. En el entretecho palaciego permanecimos ocultos en posición fetal tres ministros (los otros dos eran Salvador Romero Pittari y Jaime Ponce García). Por la tarde recién pude telefonear a mi amigo el embajador francés Cesaire, solicitando asilo diplomático.

La negativa del Gobierno golpista a concederme salvoconducto forzó mi confinamiento en la residencia francesa de Obrajes por largos tres meses junto con otros combatientes. Cesaire, quien raudamente encabezó la acción diplomática de sus colegas, nos traía diariamente noticias manifiestas y encubiertas. Un día, luego de entrevistarse con Arce Gómez (a quien hostigaba regularmente) me advirtió de la animadversión que sentía hacia mi persona, y me ofreció exfiltrarme en una operación clandestina autorizada por París y organizada prolijamente por el propio embajador.

Una fría madrugada me embarqué junto con el médico comunista Mario Barragán, también asilado, en el Mercedes Benz con chapas diplomáticas que conducía Claudie Cesaire, esposa del embajador. Vencimos el riesgo de tres retenes militares hasta llegar a orillas del Lago Titicaca, donde nos esperaba un botecillo y otros cuatro compañeros. Atravesamos las aguas sagradas con mil vicisitudes para arribar a Puno. Operación exitosa.

Años después, coincidimos con Raymond Cesaire en varios niveles diplomáticos, incluyendo la coyuntura vecinal en la capital gala. Vivía él en la avenue Bosquet y yo, en Champs de Mars. También fuimos colegas en la Academia de Ciencias de Ultramar y en la Legión de Honor, donde ambos ostentamos el alto grado de comendador. Raymond fue hábil diplomático que brilló en Santiago, en Lima, en el Congo y en otros destinos. Cabeza de una familia ejemplar, deja un gran vacío para sus hijos, Jean Marc, Benedicte y Bertrand, y en los amigos que supo cultivar y que admiraban su talento, su coraje y su estilo reverente de gran señor.

Carlos Antonio Carrasco*