Aprender a perder con dignidad
Qué lindo sería aprender a mirarnos en el espejo y ver en el reflejo al otro, sus lamentos y necesidades.
Si por alguna razón en medio de la crisis emocional que sufrimos llegáramos a pensar siquiera por unos segundos que pronto vamos a ganarle la batalla al coronavirus, entonces estaríamos eternamente derrotados. Quedar con el pulso latiendo no es ganar, y solo la solidaridad merece conocer lo que significa un verdadero triunfo.
En el mundo se ha perdido la vida de más de 150.000 personas por causa del COVID-19, es como si en un puñado de meses toda la población de Trinidad (o Montero o Quillacollo) hubiera sido exterminada por la guadaña. Ya una muerte sola es imposible de comprender, ¿y cientos de miles? ¿Con qué cara podremos salir de este confinamiento diciendo que hemos vencido?
Alegrarnos porque la muerte ronda por la calle y no se introduce en nuestras casas debería preocuparnos, y entonces tendríamos que replantearnos cómo está nuestra humanidad. Qué lindo sería aprender a mirarnos en el espejo y ver en el reflejo al otro, sus lamentos y necesidades.
Hay una diferencia entre el pobre que desayuna sin mantequilla y aquel que no desayuna. Existen kilómetros de distancia a pie entre la persona que se lamenta porque su billetera enflaquece y aquel que aprendió a vivir al fiado. La honestidad, como sucede en la novela “La Peste”, de Albert Camus, es el remedio para al menos vivir en paz y no sentirnos tan derrotados al final del día.
No seamos como aquellos políticos que nunca se van a dar la mano, y a quienes las palabras “bien común” y “solidaridad” no les cabrían en sus bocas si no fuese con una descarada dosis de cinismo. Tampoco tomemos como ejemplo a los buitres que disfrutan y hacen un festín con la muerte “ajena”. No, no, no… seamos más que eso.
¿Estos días acaso no hemos tenido la impresión de que el fin del mundo ha saltado de la pantalla grande y se ha instalado del otro lado de la ventana? Y en el mudo real a estas horas el traje de héroe se encuentra ocupado por quienes tienen un estetoscopio colgado en el cuello; todos los demás estamos demás.
Asumamos que esta batalla ya la hemos perdido y nos queda tomar la derrota con dignidad. La dignidad, imagino, que la conseguiremos cuando aprendamos a valorar los momentos, ésos que viviremos pronto y que después no volverán. Disfrutemos de la sonrisa de la hija que juega con su pícaro perro, escuchemos con paciencia y buen humor el consejo siempre repetido de la mamá, robemos más besos consentidos, y vayamos de paseo por cualquier calle de la ciudad que hoy está prohibida para nosotros… Eso, quizás y de repente únicamente eso, podría devolvernos en algo la humanidad que hemos perdido.
Erick Ortega, periodista de La Razón