Crónica de un incidente: el infame test
‘No le podemos hacer la prueba’, respondieron, ‘no cumple los requisitos. Vaya a un laboratorio privado, fue la sugerencia’.
Abrió los ojos, miró de un lado para el otro. Se levantó, aún era temprano, encendió el televisor, vio algo de noticias. Planchó la camisa blanca. Preparó un desayuno simple. Ya su vida era simple, en soledad, con los hijos grandes. Miró de reojo esa noticia que hablaba de una extraña enfermedad. Algo que viene de lejos. Pensó, como muchos, que esas cosas no pasan acá. En fin, se dispuso a consumir un día más. Salió a la calle, caminó entre la muchedumbre. De pronto el café de siempre frente a él. Ahí los amigos, también los de siempre. Saludó a todos y entregó un abrazo cálido. Hoy, ellos eran su familia. Rieron a momentos, carcajadas que movían sus dientes. Y de pronto serios, callados. Alguien dijo que parecía que iban a prohibir salir de casa, que la cosa se había puesto difícil. Se despidió de los amigos. “Adiós muchachos”, les dijo, “mañana los abrazo nuevamente”.
Caminó pensando ir a casa, como cada día, pero cambio de idea. Subió a un taxi. Habló con el chofer. Comentaron de política, pero más de fútbol. El conductor le preguntó si sabía de esa enfermedad de la que todos hablan. Dijo que no. Llegó a destino, pagó la tarifa del viaje. Entró a la casona vieja, varias de las mesas estaban ocupadas por turistas, encontró un espacio para él solo y se dispuso a almorzar en aquel lugar de viejos recuerdos. Desenterró algunos momentos, con ella comían ahí los domingos. Era su espacio y su momento. Para los dos solos, como él lo estaba ahora. Pensó en lo feliz que fueron. Comió. Aquella sopa estuvo mejor que nunca. Pensó en ella otra vez. En voz baja dijo para sí que la extrañaba, también que mantenía su amor por ella a pesar de su partida. Fue un día diferente, atípico. La ceremonia dominical pasó a miércoles, él no sabía por qué y tampoco le importaba.
Quiso volver a casa caminando, no hacía frio, lo acompañaba una sensación de tristeza y de extraño presentimiento. Se cansó, ya tenía algunos años encima, de esos que cansan por solo tenerlos. Pensó que la edad nos reduce a todos, pero no se sintió mal por ello. Hizo una pausa, volvió a emprender la caminata, ahora a un ritmo más lento, casi como un paseo matinal. Al fin en casa, subió las escaleras que lo conducían al primer piso, lo hizo apoyado en las barandas, con un pequeño descanso antes de llegar al último peldaño. Abrió la puerta, se fijó que una ventana estaba abierta, preparó en la cocina un café suave, buscó esas galletas a las que nunca renunció, encendió la radio, quiso fumar, prefirió que no. Escuchó una noticia infrecuente, impensada: desde mañana las personas de su edad no podrán salir a la calle. Una enfermedad extraña está matando gente, hay miedo y nadie sabe explicar qué pasa. Terminó el café, enfiló hacia el almacén, compró algunas cosas y se encerró en su casa, con la vista fija en el televisor y un temor que lo agitaba.
Pasaron los días, habló con su hijo y con su hija. Le dijeron que se cuide, que cuando todo sea normal, volverían al país a visitarlo. Quiso dormir, no podía, pensó que era insomnio. A última hora durmió un poco. La siguiente noche, menos. Las noticias solo hablaban de contagios y muertos. Cada día más estadísticas y más aterradoras. Pensó en sus amigos, hablaba con ellos, ya no los podía ver. Extrañaba los abrazos de cada mañana. “Las cosas están cada vez peor”, dijo.
Pasaba horas en la ventana. Una tos molesta hizo que prepare un té caliente y se recueste antes de lo habitual. Las noticias seguían dando reportes estadísticos de contagios y muertes. Otra vez sin dormir, la cama de siempre ahora le parecía incómoda, fue a buscar un vaso de agua, era media noche, traspiraba, había fiebre en su cuerpo. “¿Qué hago?”, pensó, “si no puedo salir”. Tomó un par de pastillas y tuvo unas cortas horas de sueño. Despertó inquieto, con el cuerpo mojado en sudor. Pensó en esa extraña enfermedad, vio el número de emergencia en el televisor. Llamó, le hicieron preguntas, se puso nervioso, respondió sin explicar bien lo que sentía. “Lo llamaremos”, le dijeron, “está usted bien, esto pasará pronto”.
Preguntó si podían hacerle la prueba de contagio, quería saber si la extraña enfermedad estaba en él. La tos constante lo perturbaba, la fiebre también. Pasaron unos días y nada cambió. No olvide tomar sus pastillas era los que siempre escuchaba. Su hijo lo llamaba, su hija también. No quiso alarmar a nadie. Volvió a contactarse con el número de emergencias. “No le podemos hacer la prueba”, respondieron, “no cumple los requisitos. Vaya a un laboratorio privado, fue la sugerencia”.
Buscó un laboratorio, esperó su día de salida, la tos no lo dejaba respirar, pidió hacer la prueba de la extraña enfermedad. “Son mil pesos”, le dijo una señora seria. No tenía esa cantidad, volvió a casa sin el test. La fiebre marcó 38,4 en el termómetro. Ya no pudo pararse más en la ventana. Las fuerzas le alcanzaron apenas para llegar a la cocina. Preparó ese té caliente que necesitaba, se le cayó la taza, la angustia se instaló en su rostro. Sonó el teléfono, pudo atender, una voz le dijo que mañana lo buscarían para hacerle el test, que el señor ministro ya lo había autorizado. Intentó decir que ya era tarde, pero le salió un gracias. Se quedó en la sala sobre un sillón, pensaba en ella, los amigos y sus hijos. Dejó de toser, la fiebre se transformó en fría humedad. A la mañana siguiente, tocaron el timbre y ya nadie abrió. Le comunicaron al señor ministro que no utilizaron el test, que hallaron a la persona muerta en su casa. El ministro pensó: “En fin, tenemos una prueba más”.
Tenemos la premura de hacer tests masivos para los bolivianos. Es urgente que los laboratorios privados realicen pruebas de diagnóstico de contagio del COVID-19, y sea el Gobierno nacional el que asuma los costos de estas mediciones.
Jorge Richter Ramírez, politólogo