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Tuesday 23 Apr 2024 | Actualizado a 21:50 PM

Distopía boliviana

María tiene mucho más chance de evitar el contagio en su pueblo que en El Alto o en La Paz y su insoportable densidad demográfica

/ 24 de abril de 2020 / 06:10

María F. tiene 45 años y es vecina de una villa alejada de El Alto, tiene una pequeña tienda y algunos sobrinos que la quieren con toda el alma; nunca se casó. María pensó que la cuarentena impuesta por el COVID-19 sería breve y decidió que era el mejor momento para visitar a su familia en el campo, donde crían ovejas y hay siempre alguito para comer. Pasaron los días y María, desesperada por la familia y la casa que dejó con candado, intentó regresar a pie la mayor parte del camino. No pudo. Fue interceptada por el patrullaje de las trancas y obligada a regresar al campo.

María reza ahora a cielo abierto sin iglesia ni juntas vecinales, piensa que el COVID-19 es la peor desgracia, el fin del mundo, “es castigo”, dice cuando le dan ganas de leer la Biblia (por si acaso) o cuando se acuerda que alguna vez fue evangelista. Lleva razón, es incierto todavía lo que la pandemia del COVID-19 le hará a los países pobres o economías descalabradas en la próxima década, pero en algunos casos como en Sierra Leona, dónde solo hay un respirador para 7 millones de almas, Yemen o Siria no es necesario dejar volar la imaginación a la hora de predecir la devastación.

Paradójicamente, María goza de sorpresivos privilegios. Suspiré con un poco de alivio cuando me dijo que se había quedado a cuidar a sus ovejas y que podía salir a pastear y respirar aire puro. “No hay tanta comida, pero hay”, me recalcó, acentuando el “no”. “Nos ayudamos”, pero no será suficiente. Imagino un trueque comunitario, aunque los negocios son siempre negocios para María; igual me dice que no tuvo tiempo de abastecerse y eso le preocupa mucho.

Posiblemente desacatará órdenes e intentará ir a la feria del pueblo a comprar lo indispensable, aunque no le toque en el número del carnet salir el día de feria. Le digo que tiene que guardar la distancia en relación a las otras personas para no contagiarse. No tocarse la cara, lavarse las manos. María le tiene pánico al COVID-19. “Me han dicho que te ahogas y te mueres. Rapidito pasa todo”, concluye.

Es ilusorio creer que el COVID-19 se perderá en la inmensidad del altiplano, que encontraremos la cura en una planta milagrosa en lo profundo de la Amazonía, o que la vacuna llegará en un mes. Es mentiroso creer que nos despertaremos a un final feliz. Pero en esta distopía, al parecer María tendrá más chances de evitar el contagio que un citadino, mucho mejor alimentado y dormido en La Paz o Santa Cruz. Quizás en este universo pandémico los últimos serán los primeros.

Mientras las grandes economías elaboran sus mejores estrategias para sobrevivir e improvisan contener a un monstruo que los ha sobrepasado, y ajustan sus estadísticas para evitar el pánico; mientras la misma élite científica mira con perplejidad al microscópico enemigo, María espera, los vecinos pobres del mundo esperan asfixiados a que aparezcan las soluciones.

Una reciente editorial de The Economist nos tira unos cuantos caramelos respecto a las economías demacradas. Como África, América Latina es pobre, pero joven, y por lo tanto, con altos chances de sobrevivir al COVID-19. El promedio de edad en Bolivia en 2018 rondaba los 27 años, y el grueso de la población nacional estaba entre los 15 y 59 años, lo que representa un bajo riesgo para la voracidad del COVID-19 en números, pero difícilmente en hechos. Lo ha dicho más de una mente iluminada: sobreviviremos al virus, pero no a la pobreza que dejará a su paso.

“Quédate en casa si puedes” ha sido el eslogan de una campaña mexicana que busca despertar la empatía de la población, algo mucho más recatado que “la inmunidad de la manada” (herd immunity), que llevó a terapia intensiva al primer ministro del Reino Unido, a Boris Johnson. “Si puedes” significa para muchos esa gruesa raya entre el privilegio y el pragmatismo, pero no puede ser la condena. ¿Cómo castigar con miedo a alguien ya condenado a la incertidumbre?

María me insiste en que quiere volver a casa porque “seguro ya se han entrado los rateros”. Desconoce que en su lugar del mundo ese aislamiento involuntario es un oasis. Tiene agua de la vertiente, electricidad a veces, señal de celular, coca, y es suficiente. El área rural, que alberga a un tercio de la población boliviana, podría ser en la cuarentena la némesis del paradigma del #quédateencasa. María tiene mucho más chance de evitar el contagio en su pueblo que en El Alto o en La Paz y su insoportable densidad demográfica. Para ella, no debería ser un castigo quedarse en el campo, sino una opción con beneficios. Y lo mismo para los más vulnerables, arrinconados con miedo porque un mal estornudo significa dolor y muerte.

Un crudo cálculo sugiere que por lo menos el 60% de la población en el mundo se infectará con el COVID-19, y de ese porcentaje un 4,4% necesitará cuidados intensivos. Las ciudades, los barrios apretujados de almas y necesidades están infestados de los nuevos tipos de zombies, los asintomáticos no diagnosticados, esos seres llenos de vida y anticuerpos que se han llevado el virus por delante y salen a las calles imberbes, creyéndose supercriaturas (y lo son), repartiendo la enfermedad sin saberlo. No creo que sea mi caso, quizás el de María, pero correr el riesgo no vale la pena.

Tendríamos, sin embargo, que usar a esos asintomáticos a nuestro favor y no en contra. Que el distanciamiento social nos lleve a entender que el aislamiento es necesario, pero finito. La matemática no debería simplificarse a más encierro, menos contagios. La fórmula es a mayor cantidad de asintomáticos con inmunidad confirmada, más rápido llegará la inmunidad de la manada. Es decir, más certezas, menos incertidumbres.

María me contó que hila lana y cuida a sus ovejas, que la siembra de papa ha sido buena, pero que ha escuchado que ha habido contagios en el campo, y que se le está acabando el crédito en su teléfono. La gran alegría es que todavía hay ingredientes para hacer sopaypillas, hasta ver qué sigue.

Inga Llorenti, periodista.

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Vulnerables ante la posverdad

¿Es la guerra de la información la guerra invisible después de la guerra fría? Lo es

/ 9 de diciembre de 2020 / 12:06

El 19 de noviembre de 1984 una planta de embotellamiento de gas licuado explotó en el poblado de San Juanico, México. Las investigaciones del hecho revelaron que una fuga de gas y tuberías deficientes provocaron la explosión y la muerte de 500 personas. El 19 de noviembre de 2019, diez ciudadanos desarmados fallecieron por impacto de bala durante protestas civiles en El Alto. No se registraron explosiones ni fuego en la planta de gas de Senkata, epicentro del conflicto, pero hubo una densa presencia militar.

Aunque la diferencia entre ambos hechos es sustancial, las imágenes del desastre mexicano, junto a otras, se usaron como ejemplo en redes sociales para ilustrar las posibles repercusiones de las marchas de protesta cerca de Senkata. La agenda mediática instaló la narrativa de que grupos terroristas habían decidido dinamitar la planta de gas, disparar contra otros manifestantes con la única motivación de culpar al ejército, al gobierno. Las redes sociales en Bolivia fueron bombardeadas con cálculos catastróficos, tesis, infografías e imágenes alertando la devastación de El Alto tras una explosión provocada de gran magnitud. Los usuarios respondieron con ferocidad y uno más enfurecido que el anterior protagonizó linchamientos mediáticos sin precedentes. Ni los “guerreros digitales” ni el aparato propagandístico del MAS entendieron la dimensión exponencial de la guerra en ciernes.

El pánico in crescendo fue reforzado con una avalancha de soft facts. Bots, trollsy ciborgs invadieron las redes sociales amplificando el miedo y apoderándose de la psiquis colectiva. Se sumaron las declaraciones oficiales de alerta, se deslizó la palabra terrorismo. Se viralizó el video de la caída del muro de la planta de gas en medio de una humareda. Las imágenes de los militares eran sobrias y compuestas, no disparaban, protegían.  En medio del triunfo de la realidad fracturada y polarizada: la desensibilización de la opinión pública ante el sufrimiento del otro prevaleció y dio paso al discurso extremista de odio y persecución. Recrudeció el racismo. Parafraseando a la politóloga germana Hanna Arendt: “Nada fue cierto pero todo fue posible”.

Esa construcción de “lo posible” recreó y simuló en las redes sociales, con una contundencia lacerante e insidiosa, el triunfo del bien sobre el mal, el fin de la dictadura y el retorno de la democracia. Esa realidad en imágenes y declaraciones amañadas de matices macartistas y construcciones paranoicas parecían inspiradas en la caída de Muammar Gaddafi o Saddam Husein. Banderas tricolores en la espalda, monumentos caídos y pisoteados, irrupciones en los aposentos del dictador fueron parte de la escenificación casi de guion.

A pesar del shock, esa simulación, a la que una parte del país se alineó en menos de dos meses, reforzó el sentimiento que un sector de bolivianos había adoptado antes de los sucesos de 2019. El hartazgo de la minoría cogía fuerza en un lado del ring mientras la “manufacturación del consenso” que el periodista Walter Lippman intuyó a principios del siglo pasado, se tejía con noticias falsas, testimonios descontextualizados, imágenes dramatizadas, mensajes polarizantes y ruido. Cristianos se defendían de los salvajes con biblia en mano y el sentido de pertenencia, “la inclinación humana más profunda”, como la describe la cientista Elizabeth Noelle Neuman, fue más importante que el reconocimiento de la violencia fáctica. El discurso político creó una normalidad artificial, de bravucones, amenazas, enemigos, confabulaciones, traiciones, delitos, tanto así que no fue necesario mentir: Bolivia vivía la posverdad.

Esa posverdad donde la información o datos objetivos, imparciales, tenían menos importancia que las opiniones y emociones que generaban. La posverdad donde el “discurso descuidado” que menciona Arendt no trataba de persuadir sino de confundir y herir el debate democrático. La posverdad boliviana donde las víctimas “se dispararon entre ellos” y algunas vidas literalmente valían menos que otras.

Quizás por eso, el medio millón de usuarios en Facebook y otras 43 mil cuentas en Instagram creados por la agencia americana CLS Strategies y contratados por el gobierno de Áñez durante ese periodo, cuyo costo en servicio en las redes ascendió a más de 3,6 millones de dólares, no deberían tomarse a la ligera. ¿Por qué hacerlo? ¿No fue el Washington Post, no fue la Universidad de Stanford y el mismo Facebook quienes advirtieron, cual Hamlet, que algo olía mal en Chuquiago Marka?

La amplificación del contenido generado por esas cuentas fue el gran impulsor del quiebre de la realidad factual, sembró nichos de odio, cada uno más extremista y negacionista que otro. ¿Pero acaso fueron los contenidos de sitios “independientes”, ONG “medioambientalistas” o influencers de pelo en pecho los narradores omnipresentes en esta trama? La ingeniería del comportamiento mediático y de las RRSS indica que el usuario ajusta sus creencias al contenido más cómodo, que uno escoge creer lo que más encaja con su historia. Lo que le conviene.

Guillaume Chaslot, un ingeniero de Google, develó en 2011 que YouTube enganchaba al usuario en más de un contenido, creando y reforzando un punto de vista, su punto de vista, y no siempre de contenidos veraces. Chaslot denunció que a pesar de que ese ejercicio podría ser modificado, el tiempo del usuario frente a la pantalla, muchas veces alimentando mentiras o teorías conspirativas, es más valioso para YouTube que lo que desencadena esa exposición.

Los hechos objetivamente establecidos han perdido su valor en la estratosfera del Biga Data, se diluyeron en su ingeniería y comprensión, en la manipulación de la información personal que gratuitamente ofrecemos todos los días cuando damos un “me gusta” o detenemos nuestra atención en algún contenido en Facebook u otro sitio.

La erosión del ecosistema mediático, la pérdida de confianza en la interpretación de los hechos y el escepticismo que generan los líderes de opinión tampoco ayudan. El balance, la imparcialidad, la objetividad, si existen, no pueden competir con lo que la data brinda para influir en el usuario ¿Podría algún medio influir de la misma manera que Cambridge Analytica lo hizo con 87 millones de usuarios de Facebook? ¿Podría Canal X competir con el medio millón de usuarios en Facebook que CLS Strategies creó para Bolivia durante la crisis?

Los hechos, las víctimas y las cicatrices derivadas de finales de 2019 en Bolivia muestran en muchos sentidos nuestra vulnerabilidad frente a la posverdad. ¿Es la guerra de la información la guerra invisible después de la guerra fría? Lo es.

¿No es acaso democracia cuando das a la gente lo que sabes que quiere? criticó Nigel Okes, director de Cambridge Analytica, cuando le cuestionaron sobre el núcleo conspirativo de su compañía. ¿No es acaso la ideología la primera víctima de la posverdad?

“La conspiración no apoya una ideología, la reemplaza”, subrayó el escritor ruso Peter Pomerantsev, al analizar los alcances de las teorías de conspiración que han acompañado al gobierno de Donald Trump. Negar los hechos racionalmente establecidos, nos han llevado a dudar de todo, a sumergirnos y a doblegarnos ante la duda, pero sobre todo a perder la empatía.

Vuelvo a Senkata, vuelvo a ver las imágenes que fueron difundidas en Facebook, en Twitter, en YouTube el mismo día de la masacre. Los muertos y la tragedia no fueron suficientes para sensibilizar al otro. Prevaleció la narrativa del miedo al otro y así quedamos.

(*) Inga Llorenti Soliz es periodista

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