Morir por coronavirus
Si bien el número de fallecimientos por la pandemia en Bolivia es menor en comparación con los países vecinos, cada pérdida de vida humana cuenta y es dolorosa
La lamentable muerte del primer policía en el país por COVID-19 ha puesto en primera plana el muy elevado costo en vidas humanos por causa de la pandemia. Antes del sargento fallecido ayer, otros 39 compatriotas perdieron la vida: sin homenajes, sin beneficios especiales, varios en el anonimato. Es la cara fea de una inesperada emergencia sanitaria cuyos efectos serán devastadores.
La letal expansión global del nuevo coronavirus, desde su surgimiento declarado en China en diciembre pasado, no cesa de engrosar la contabilidad de contagiados y decesos. A la fecha se han superado los 2,6 millones de infectados. Y pronto el número de fallecidos superará los 200.000. Son datos oficiales, reportados y registrados. Es sabido que los números reales son mayores. Y eso que, como bien afirmó la canciller alemana, Angela Merkel, “no estamos al final de la pandemia, sino al principio”.
En Bolivia, desde los primeros dos casos importados que fueron reportados el 10 de marzo (tras varios días en circulación), los números han ido aumentado de manera cotidiana. Hoy habremos sobrepasado las 700 personas contagiadas y 40 decesos. La tasa de letalidad es casi del 6%, una de las más altas de la región (en el departamento de La Paz supera el 9%). Claro que hay un serio problema de subregistro, derivado de la política oficial de limitar las pruebas a casos extremos.
Si bien el número de fallecimientos por la pandemia en Bolivia es menor en comparación con los países vecinos (ni hablemos de Estados Unidos o de naciones europeas), cada pérdida de vida humana cuenta y es dolorosa porque está asociada a situaciones trágicas en familias bolivianas. Así ocurrió por ejemplo con las dos enfermeras que fallecieron tras su atención tardía, que pese a estar en la primera línea de la desigual batalla contra el coronavirus no recibieron mensajes oficiales de condolencia.
En la primera declaración tras su abrupta salida del ministerio de Salud, Aníbal Cruz informó que según cálculos epidemiológicos, en los próximos meses llegaremos a los 48.000 contagios en Bolivia. Y se prevé más de 3.800 muertos. Son cifras terribles. Si bien la cuarentena total, dos veces extendida, fue decisiva para ganar tiempo en el propósito de aplanar la curva y postergar el colapso del sistema de salud, se anticipan días difíciles. Ni siquiera hay suficiente equipo de bioseguridad para el personal médico. A la escasa información y poca transparencia oficial en torno a la gestión de la emergencia sanitaria (abundan datos de personas detenidas, pero la capacidad instalada de hacer pruebas sigue siendo un misterio), se suma una creciente incertidumbre en la sociedad. Es probable que el 30 de abril, cuando se cumpla el nuevo plazo del confinamiento, estemos entrando en la fase más dura del temible “contagio comunitario”. Ojalá que el número de víctimas fatales, con y sin sirenas, sea el más bajo posible.