En tiempos aciagos como los que vivimos, nuestras prioridades giran en torno a necesidades como la atención médica, el alimento y la economía; no obstante, el encierro impuesto se ha traducido también en un espacio de reflexión, el cual definitivamente debería enfocarse en el mundo que concebimos después del COVID-19.

El punto de partida para una reflexión que nos lleve a conclusiones debería ser el origen de la actual pandemia. Y aquí se nos presenta un serio riesgo, el de caer en un juego de acusaciones y de culpas, en el que, por supuesto, el gigante asiático podría ser el gran responsable. Pero seamos honestos, de esto somos culpables todos. Son nuestros hábitos y forma de vida los que han llevado a una más de las consecuencias desastrosas de la intervención humana en el planeta.

Datos del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, muestran que aproximadamente el 60% de las enfermedades infecciosas en los seres humanos, al igual que el 75% de las enfermedades infecciosas emergentes, son zoonóticas, es decir que se originan en animales. Solo por nombrar a algunas, el VIH, el ébola, la gripe aviar, el SARS, el virus nipah y la malaria son enfermedades desencadenadas o exacerbadas por la actividad humana; lista a la que se suma el gran protagonista, el coronavirus COVID-19, que ha puesto básicamente a la humanidad de rodillas.

Nuestra especie en su conjunto es responsable de estos flagelos. Lo es a través de la invasión, cada vez más agresiva, de los bosques, lo cual nos acerca a especies animales, que son anfitriones naturales de virus que para nosotros son desconocidos. Somos también culpables por medio de la construcción de infraestructura cada vez más cercana a áreas naturales, por la intensificación de actividades ganaderas y agrícolas, y por hábitos alimenticios que generan una carga sin precedentes en el mundo animal. Estas y otras actividades intensifican el calentamiento global, el cual también es un catalizador de nuevos brotes o enfermedades epidémicas. De esta forma, se pone al ser humano en una posición de vulnerabilidad solo imaginada en películas de ficción.

Ante esta situación, ¿cuál será nuestra respuesta? Hoy nos encontramos ante una de esas pocas oportunidades en la historia para repensar el mundo que queremos. Oportunidades como esta solo se han dado luego de la Primera y la Segunda Guerra Mundial, que han llevado a crear un intricado sistema multilateral, que de alguna forma impediría que se repitan los horrores vividos. Lo mismo ha sucedido en respuesta a la Gran Depresión de 1929, que impulsó una serie de profundas reformas económicas y sociales en Estados Unidos con el plan conocido como New Deal. El COVID-19 nos ha puesto en la encrucijada de impulsar un nuevo acuerdo, pero esta vez en cuanto a nuestra relación con el planeta.

Bastaría un entendimiento de nivel de primaria para acordar que la mejor forma de abordar futuros dramas es tratar las causas del problema; es decir, la necesidad de un replanteamiento hacia una forma de vida y economía más verde. No obstante parece que, una vez más, será la irracionalidad la que se imponga. Ya se escuchan planes de grandes potencias en cuanto a billonarios paquetes de salvataje, los cuales se destinarán, entre otras, a industrias como las de la aviación, el turismo, el petróleo y la minería, las cuales imprimen una gran carga sobre el medio ambiente. El gran dilema siempre gira en torno a cómo salvamos a esa musa, en la cual descargamos todas nuestras pasiones, amores, desamores y esperanza de vida: “la economía”; mientras tanto la naturaleza, la verdadera generadora y sustentadora de vida, queda una vez más desamparada.

Si el mundo post COVID-19 no toma en serio la necesidad crucial de dar un giro verde, historias como las que vivimos hoy serán habituales y podrán ser aún peores. Como habitantes del sur global no podemos caer en el error de pensar que esta pandemia es responsabilidad de las grandes economías, y que bajo el lema de que, como ahora es nuestro turno de buscar el desarrollo, debemos seguir explotando de manera indiscriminada nuestros ecosistemas. Todos tenemos una responsabilidad y el tiempo es muy corto. A nivel personal, tenemos un deber y una oportunidad de mejorar las cosas, lo podemos hacer cada día, tratando de cambiar nuestros hábitos de vida, para que éstos sean lo menos agresivos posible con la naturaleza. Es enternecedor y a la vez desgarrador ver cómo en estas pocas semanas de encierro humano la naturaleza ha empezado a tomar lo que por derecho le corresponde. Los animales nativos salen a las calles, los ríos se limpian y los aires se purifican; esto debería hacernos pensar que no es el virus la verdadera amenaza. Que la oportunidad que nos da el COVID-19 de generar un mundo mejor no sea la gran oportunidad perdida.

Martín Zapata es coordinador para Latinoamérica de Fisheries Transparency Initiative, e investigador asociado del Instituto Ideaz (Austria).