Prórroga: hipótesis de una intención oculta
El problema de resistir el proceso electoral no es el MAS, ni los sectores sociales y populares, es el no retirarse del poder político y económico.
La dimensión política le unge a la crisis desatada por el nuevo coronavirus una incidencia que la lleva hasta la condición de peste providencial. Así, el poder político del entorno gubernamental encuentra en ella la posibilidad de escalonar sus mandatos por encima de la debida institucionalidad. El ciclo de conflictividad-tranquilidad que caracteriza el actual momento del hecho político absoluto ha instalado un nuevo punto de tensión y contradicción: grupos sociales con tradición antagónica que forcejean en innumerables exposiciones sobre la conveniencia razonable de continuar con el proceso eleccionario. Dos fuerzas sociales y políticas, populares y urbanas, expresan una polaridad subjetiva que lastran desde noviembre.
La cuestión planteada gira en torno a la Ley 1297, que con su promulgación y posterior publicación adquirió la debida validación social; término poco utilizado hoy en el lenguaje jurídico, que refiere a la fuerza de obligar cuando una norma es promulgada y se procede a publicarla en la Gaceta Oficial. La Ley de Postergación de las Elecciones Generales 2020 corporiza la crisis política irresuelta de un país roto por la mitad, con clases medias urbanas movilizadas y enfrentadas a sectores populares periurbanos también en apronte. Estas perspectivas opuestas de entender y practicar la democracia vuelven a emerger ante la inconclusa pacificación social; trabajo pendiente que el poder desoyó en la intención de retrotraer el Estado a la lógica política de 2003.
Los sectores populares articulados en acción política nuevamente enseñan a contracorriente de la profecía analítica, política y comunicacional, un restablecido coraje para resolver el hecho político absoluto con un eje discursivo: “¡Elecciones ya!”. Frente a ellos, la resistencia de la movilización urbana argumenta un lógico temor a una expansión incontrolada de la crisis sanitaria. La realidad de esta negación e intransigencia al proceso electoral está, sin embargo, en otra ley, complementaria del soporte jurídico que marcó la anulación de las elecciones del pasado octubre. La Ley 1269 de 23 de diciembre de 2019, conocida como “Ley excepcional para la convocatoria y la realización de elecciones subnacionales”, que en su artículo segundo ordena: “El Tribunal Supremo Electoral dentro de las cuarenta y ocho (48) horas siguientes a la posesión de la presidenta o presidente del Estado Plurinacional emitirá la convocatoria para las elecciones subnacionales 2020”; agregando que éstas deberán realizarse en un plazo (abreviado como las elecciones generales) de 120 días calendario, y especificando que todo ciudadano que hubiese sido reelecto de forma continua a un cargo electivo durante los dos periodos constitucionales anteriores no podrá postularse como candidato al mismo cargo electivo.
La sugerente ofensiva contra la institucionalización electoral del país bajo formas argumentativas referidas a la pandemia desatada por el COVID-19 e interpretaciones incorrectas de la arquitectura jurídica que regula la aplicación del proceso electoral suspendido buscan ocultar la intencionalidad de preservar un poder extendido y ya prorrogado en una lógica de cálculo por encima de un año calendario. El silencio activo de autoridades imposibilitadas de asistir a una nueva reelección de sus cargos explica una articulación provocada por el poder subnacional, vinculado en interés directo con el Gobierno central en ese objetivo de persistir en sus cargos sin reparar en las formas constitucionales. El hecho habitual de políticos que prolongan su estadía en el control gubernamental amparados en crisis y coyunturas de emergencia adquiere relación directa con implementar una legalidad de excepción y la administración de recursos que se liberan, precisamente por la emergencia, de todas las pesadas normas de contratación.
La prórroga indefinida de mandato no constitucional anexada a la declaratoria de alerta sanitaria sitúa la criticidad de los niveles de transparencia en estándares de imperceptible fiabilidad. El proceso electoral en Bolivia no expresa únicamente la tensión por instalar el poder en el Estado nacional, sino que se extiende a espacios locales, gobernaciones y municipios urbanos hoy dirigidos por sectores que resisten la renovación electoral por periodo concluido. En tal escenario, las convicciones democráticas de los sectores conservadores del país acreditan un retroceso no tranquilizador y una ansiedad de poder irreprimible. Así, el problema de resistir el proceso electoral no es el MAS, ni los sectores sociales y populares, es el no retirarse del poder político y económico.
Jorge Richter Ramírez, politólogo