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La marca oscura: penalizar la ‘desinformación’

Lo supimos en pleno Día del Periodista. El Gobierno de Jeanine Áñez había promulgado el 7 de mayo un decreto que penaliza la desinformación en esta emergencia sanitaria, en resguardo –dizque— de la salud de los bolivianos. La lucha contra el nuevo coronavirus le está dando muchas licencias al Gobierno, que rayan en la antítesis de la democracia.

¿Qué ente supremo será capaz de identificar y posteriormente sancionar la desinformación? ¿Un tribunal, un juez o un ministro? ¿Qué es desinformación? ¿Cuál es el límite? Siendo una nueva norma la que ahora ocupa a la opinión pública, ¿hace unos días con qué argumento legal detuvieron y presentaron a un “guerrero digital” cual si fuera un vil delincuente?

Los ciudadanos estamos ahora a merced del simple prejuicio de las autoridades, que pueden considerar “desinformación” la crítica o la denuncia, la opinión o el arte, o un simple criterio respecto de sus acciones.

Cuestionar la carencia de equipos de seguridad para personal de salud que los reclama o el peregrinaje de una víctima de COVID-19 entre clínica y centro de aislamiento, y viceversa, con errados diagnósticos de la abogada Erika Salvatierra Castedo pueden interpretarse como “desinformación” por quienes buscan evitar la información lo más cercana posible a la verdad sobre la realidad que sufre el país.

También denunciar/reclamar la falta de test masivos para evitar con eficiencia la propagación del nuevo coronavirus es susceptible de llamarse desinformación.

En este punto estamos los bolivianos, del relato oficialista que pretende posicionar la idea de que el Gobierno emergió de una sucesión constitucional a pesar del simple comunicado del Tribunal Constitucional en el que se basó o que los muertos de noviembre de Sacaba y Senkata se justifican porque las hordas contrarias intentaban tomar Cochabamba y volar la planta de YPFB respectivamente con actos de sedición y terrorismo.

Con ese criterio, resulta desinformación el considerar que lo de noviembre fue golpe y las muertes, una masacre. A la luz de las nuevas normativas del régimen de Áñez, la desinformación se sanciona con el decreto.

El debate sobre qué es información o desinformación ya había sido superado durante la Asamblea Constituyente ante el intento de constitucionalizar similares restricciones a título de verdad en la información.

Los artículos 106 y 107 de la Constitución Política del Estado garantizan los derechos a la información y la comunicación, a la libertad de expresión y de opinión, a la rectificación y la réplica, a la cláusula de conciencia o a la emisión de ideas sin censura previa y por cualquier medio.
No es posible ninguna restricción a la libertad de expresión, la Constitución no la permite. Lo que la Constitución no lo permite, es inconstitucional. Y un decreto no puede estar por encima de la Carta Magna.

Casi en letra chica –porque el objeto de la norma es otro— Áñez promulgó el Decreto Supremo 4231, cuya periférica “disposición adicional única” señala que quienes “difundan información de cualquier índole, sea en forma escrita, impresa, artística que pongan en riesgo o afecten a la salud pública, generando incertidumbre en la población, serán pasibles a denuncias por la comisión de delitos tipificados en el Código Penal”.

El acápite es un atentado a la libertad de expresión. Y no se trata de solo el reclamo de los periodistas, que no son los únicos guardianes de la libertad de expresión como quiso hacer creer el ministro Yerko Núñez, que dijo que para el gremio está garantizada la Ley de Imprenta y que quienes deben cuidarse, al contrario, son los ciudadanos que intentan confundir a la población en las redes sociales.

La libertad de expresión es un capital social, reivindicada por la Constitución, las leyes nacionales y las convenciones internacionales de derechos humanos. Su ejercicio no es exclusivo de un solo gremio, sino de la sociedad misma.

Su vigencia es tan sensible, que el mismo Gobierno –que dice ser constitucional en los membretes, los pies de firmas y las referencias a la presidenta Áñez— debería honrarla con la mayor convicción posible y con políticas de transparencia en la información.

Si se cree así, esa disposición adicional única del Decreto Supremo 4231 debería ser abrogada; no se puede penalizar la desinformación más que refutarse con el acceso a la información.

Sin embargo, el Gobierno no parece entenderlo así; muchas de sus acciones están dejando maltrecha a su gestión, caracterizada en escasos seis meses por la arbitrariedad, el abuso de poder, la persecución, la corrupción, el autoritarismo, por decir menos, y su afán de prorrogarse más allá de su carácter transitorio.

A ver cómo sale al paso de esto.

Rubén Atahuichi, periodista de La Razón