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La deriva del neoliberalismo

Los años noventa fueron la época de auge del neoliberalismo, que había surgido la década anterior. Como ideología de moda y, supuestamente, última palabra de las ciencias sociales, esta corriente concitó la adhesión de intelectuales de distintas proveniencias. Desde la derecha, se incorporaron a él muchos académicos, periodistas y pensadores conservadores que en las décadas previas habían sido partidarios del desarrollismo inducido estatalmente como antídoto de la “subversión comunista”.

Por lo general, eran fichas de la Iglesia católica y aspirantes a dirigir el “pensamiento ilustrado” del país. Algunos de ellos venían de apoyar a las dictaduras militares, en las que el desarrollismo se había reencarnado, después de abandonar el cuerpo de la Revolución nacional. El ejemplo paradigmático lo proporcionaba Guillermo Bedregal, uno de los autores y el nominador de la “Nueva Política Económica” de fines de los 80 que antes se había enredado en vergonzosas aventuras “cívico-militares”. Con pluma verborrágica y muy pocos conocimientos, Bedregal “teorizó” sobre cada uno de sus sucesivos entusiasmos políticos, terminando en la redacción de textos de un neoliberalismo encomiástico y carente de toda autenticidad o profundidad.

Mucho más interesante era el neoliberalismo de Mariano Grondona, que en los noventa se constituía en, por decirlo así, el Carlos Mesa del periodismo argentino. En realidad, entonces Mesa emulaba a Grondona en la hábil difusión y la defensa apasionada de un neoliberalismo ilustrado y católico, aunque con una gran diferencia: sus antecedentes democráticos. Intachables en su caso, en el de Grondona eran simplemente horrorosos. Comenzó como miembro de los grupos extremistas antiperonistas, siguió como asesor oficioso del dictador Juan Carlos Onganía y “se equivocó” como validador del gobierno militar homicida de los setenta.

Su biógrafo “no autorizado”, el bien conocido por nosotros Martín Sivak, nos dio una importante clave al decir que, pese a todo, Grondona no había cambiado demasiado a lo largo de su vida: siempre había sido “conservador en política y liberal en economía”. La diferencia entre la mitad inicial y la mitad final de su carrera estribó únicamente en el énfasis que le dio a cada una de estas actitudes. La evolución de Grondona representa la de muchos latinoamericanos que “saltaron” desde el autoritarismo oligárquico militar a surfear la ola neoliberal.

En los noventa, la política en el continente no era conservadora, sino ampliamente democrática, y en esa medida, progresista. No obstante, lo que entonces importaba era la economía, que se liberalizaba. Y fue de esta arista de la realidad de la que Grondona y muchos otros intelectuales conservadores se aferraron. Aunque pidieran disculpas por su pasado autoritario, su neoliberalismo no implicó un cambio esencial en ellos, ya que era estrecho y limitadamente económico. Nunca se comprometieron en serio con la igualdad política y la autodeterminación popular que, para el liberalismo, constituyen los fundamentos de la democracia.

La actitud de los que llegamos a esta ola desde la izquierda, en cambio, fue distinta: la democracia cumplió el papel principal en nuestra conversión. Así ocurrió con Mesa, pero también podría mencionar a Jorge Lazarte, Henry Oporto o Ramiro Velasco, entre muchos otros.

Bedregal está muerto y Grondona retirado desde hace casi una década. Si hubieran podido vivir 200 años, probablemente habrían tenido que desandar el camino, pasando del neoliberalismo, otra vez, al conservadurismo religioso (secundariamente liberal en economía), que es el “énfasis” de este momento. Esta involución ya la anticipó, en su segundo gobierno, Gonzalo Sánchez de Lozada, quien se empeñara en convertir “el cambio en orden” en una fe sangrienta.

Las ideologías pasan, se mezclan, se desvanecen. Lo que queda es el poder latinoamericano tradicional. A él y solo a él se “pega” la lealtad de nuestros mandarines intelectuales. Sivak dice de Grondona que, ansioso por ocultar un origen social ordinario, buscó el reconocimiento de la clase alta, a la que nunca se atrevió a llevarle la contra.

Fernando Molina, periodista