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Bolivia y México, política anticrisis II

Contra los pronósticos de los “falsos profetas de la pospandemia” (Waisbord dixit), en esta crisis económica, el Estado se ve forzado a actuar en el marco del sistema económico vigente, a pesar de que al producir desigualdad y miseria, este sistema determina la diferente forma en la cual pobres y ricos enfrentan la tragedia. Por ello, el COVID-19 ha sido identificado como una enfermedad con implicaciones clasistas, cuyo sentido parece superar, sin embargo, lo inimaginable, puesto que los dueños del capital, que toman al Estado como agencia de defensa de sus intereses, vienen cabildeando a su favor con más ahínco en esta coyuntura; tanto que resulta determinante el rol que juegue la clase política.

En ese sentido, México y Bolivia, los dos países con las tasas más altas de informalidad en la región (60% y 80%, respectivamente), por cuya razón sus gobiernos deberían focalizar sus políticas, actúan de modo diferente, porque mientras el Gobierno mexicano niega disponer cualquier tipo de medida que favorezca a las grandes empresas, basándose en el principio de separación de lo político y lo económico, cuya relación considera la fuente histórica de la corrupción y de desfalco al país; en Bolivia, quienes facilitaron la instauración de un gobierno de facto dejaron tan debilitado al Estado que hoy los grupos de poder económico encuentran sus puertas abiertas.

Las cámaras empresariales, que dicen ocupar el 20% de la mano de obra disponible, están determinando las medidas económicas que dicta el Gobierno. Mientras que en México aquella decisión se justifica a partir de una concepción sobre el desarrollo centrada en el no endeudamiento del Estado y la atención de los más necesitados, no de una minoría que ocuparía solo el 25% de la población económicamente activa, en un país en el que la pobreza afecta a más de 65 millones de personas.

Es más, con el fin de beneficiar a pequeños empresarios, el Gobierno exigió a las grandes empresas el pago de impuestos adeudados, lo que provocó la furibunda reacción de los concejos patronales que, lanzados al ataque en contra del presidente López Obrador, desvelaron tentaciones golpistas. Como el acuerdo que firmaron con el BID Invest para, a través del Banco de México, obtener diferentes apoyos. Rebasado, y dada la autonomía de este organismo, el Gobierno no tuvo más que advertir la vigilancia de esos recursos para que no sean convertidos en deuda pública. En cambio, a partir de una “donación” para “fortalecer la lucha contra la pandemia”, los grandes empresarios en Bolivia, lobby mediático de por medio, urgieron al Gobierno a asumir una “economía de guerra”, presentando para ello proyectos de decreto que fueron emitidos casi en su integridad, como lo muestra la prensa escrita.

De este modo obtuvieron, entre otras cosas, créditos para el pago de salarios, suspensión temporal de deudas tributarias, cuarentena flexible “para evitar la escasez de productos”, no aumento al salario, inyección de liquidez a través del Banco Central y con cargo al Estado, y que el Ejecutivo recurra a créditos ofrecidos por organismos internacionales, a sabiendas de las condiciones que impondrán esas instancias al país, como la reducción del gasto público, la flexibilización laboral y la “eficientización” de la economía (léase privatización).

Mas en la continuidad de esa trama, banqueros exigen el pago de deudas, los mineros buscan obtener concesiones y los agroindustriales, ingresar transgénicos al país. La lógica de un Estado dadivoso, que solo debía organizar elecciones, se opone así a la lógica de austeridad del Gobierno mexicano que busca evitar el dispendio y fortalecer los programas sociales; lo cual contrasta también con la actual administración boliviana que, por medio de bonos con cargo a la deuda pública, dice otorgar un beneficio cuando en su propaganda de 24/7 parece más bien repartir prebenda a nombre de una candidata.

Carlos Ernesto Ichuta Nina, sociólogo, docente de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) de México.