Estados de excepción
La situación de excepcionalidad no anula contrapesos constitucionales ni el derecho de poder exigir la rendición de cuentas.
Uno de los debates necesarios y relevantes en la región en torno a la emergencia sanitaria por el nuevo coronavirus tiene que ver con sus efectos, en especial respecto al Estado de derecho y la institucionalidad democrática. Si bien, por su naturaleza, la situación de excepcionalidad implica restricciones, no anula principios y contrapesos constitucionales ni exigencia de rendición de cuentas.
A nivel global, con diferencias nacionales, los gobiernos centrales han asumido medidas para cuidar el necesario distanciamiento social ante la letal expansión de la pandemia. Y se adoptaron Estados de excepción, en unos casos por decreto, en otros de facto; en unos casos con apego a límites constitucionales, en otros dejándolos en suspenso. Lo evidente es que la emergencia sanitaria derivó en la excesiva concentración de poder (decisorio y en la gestión de recursos) por cuenta de los órganos Ejecutivos.
En un Estado democrático de derecho, el marco constitucional prevé con diferente alcance estas situaciones de excepcionalidad y emergencia, por distintos motivos. Y en consecuencia, otorga poderes especiales a la presidencia, al Gobierno, para enfrentar este tipo de crisis y sus efectos. Pero el mismo marco constitucional establece controles y contrapesos a dichos poderes especiales. Los más claros para “ordenar la respuesta” son los controles políticos (desde el Órgano Legislativo) y los controles judiciales.
El rostro más visible de los Estados de excepción en torno a la COVID-19 son medidas drásticas como el confinamiento de las personas (en general, aunque no siempre, con carácter obligatorio y sancionable por incumplimiento). También es clara la fuerte presencia militar como actor protagónico con recurso al uso disuasivo de la fuerza. Y la concentración decisoria sobre cuestiones sanitarias en la autoridad nacional de salud. Todas estas medidas en generales son inevitables y la ciudadanía las acepta en amplia mayoría.
Empero, hay casos en la región que están mostrando excesos y riesgos de los Estados de excepción. La tentación de “gobernar por decreto”, ignorando a los parlamentos; la cooptación y anulación de controles judiciales; la militarización con carta blanca para reprimir; la gestión de recursos sin ningún tipo de transparencia ni rendición de cuentas; la restricción de derechos fundamentales como la libertad de expresión; entre otros, son hechos democráticamente inaceptables en nombre de la emergencia.
La otra gran alerta es la intención de algunos gobiernos de convertir la excepción en la “nueva normalidad”, esto es, dejar en suspenso el Estado de derecho y el marco constitucional. El fin no declarado es perseguir la disidencia política, concentrar poder y recursos, anular la participación ciudadana, encubrir actos de corrupción, vulnerar derechos humanos, aplazar sine die procesos electorales, en fin, criminalizar la protesta social. Ante tales impulsos autoritarios, las fuerzas democráticas deben exigir controles y contrapesos.