Diplomacia a la distancia
La actividad diplomática de las relaciones entre los Estados, sea ésta bilateral o multilateral, se ha visto significativamente afectada por la pandemia.
Ni George Orwell ni Franz Kafka, en sus más atrevidas predicciones para el futuro o en sus macabras alucinaciones, pudieron imaginar el mundo en que ahora vivimos, bajo el manto fúnebre del COVID-19. Pandemia que, obviamente, afecta la actividad diplomática de las relaciones entre los Estados, sea ésta bilateral o multilateral. En esta última modalidad, el confinamiento universal ha provocado el cierre casi total de los espacios físicos reservados al trajín de los cabildeos y al acomodo de amplios salones arreglados para acoger a los delegados de 195 naciones independientes. Esto sucede tanto en el Palacio de Cristal de las Naciones Unidas en Nueva York, al ocre palacete horizontal en Ginebra, o a la sede de la Unesco en París.
Sin embargo, los miles de funcionarios del sistema onusiano, habiendo sido relegados a sus respectivos hogares desde mediados de marzo, deben someterse a las nuevas reglas que el tele-trabajo impone. Igual cosa acontece con los delegados permanentes acreditados que, privados de sus sendos despachos, están condenados a pegarse a las pantallas de sus ordenadores y a sus celulares para leer su correspondencia o para comunicarse con sus colaboradores.
Curiosamente, a falta de vinculación presencial, la labor rutinaria se ha incrementado, como fruto del ocio al que los burócratas están sometidos. Ahora, unos y otros cuentan con mayor tiempo para revisar expedientes otrora olvidados o negligentemente acumulados en los desvanes del olvido. También las decenas de reuniones multilaterales programadas con gran antelación debieron volver a planificarse, unas sine die (sin plazo), y otras previniendo la adopción de ejercicios virtuales vía Skype o Zoom. Plataformas en las que los participantes se escuchan mutuamente sin verse; o cuando lo hacen, el moderador puede cortarle el sonido o la imagen, según su humor.
Teniendo en cuenta la complejidad técnica de estos medios, el tiempo de intervención es medido en minutos y segundos, la mayoría de las veces insuficientes para exponer un argumento convincente acorde con la sintonía intelectual o política del impetrante. Este innovador intercambio de ideas y razonamientos está en perfecto desacuerdo con la tradicional praxis diplomática que consiste esencialmente en convencer y seducir hacia su campo a sus interlocutores circunstanciales. El distanciamiento obligatorio exime, además, de la tentación inevitable que el contacto físico causa a menudo: simpatías o antipatías sin causa aparente. Pero también priva a los intervinientes de su posible excelsitud oratoria y del histrionismo que va aparejado en los maestros de la retórica.
En todo caso, efecto de la pandemia, la secretaría de los organismos internacionales ha adquirido mayor poder en la toma de decisiones que de otra manera deberían haber pasado por el tamiz de los órganos controladores: sea el buro o el consejo ejecutivo respectivo. En el orden meramente administrativo, si bien cierto tipo de teletrabajo puede reemplazar la labor presencial, existen numerosos puestos de secretarias, recepcionistas, guardianes, limpiadores, etc. que resultan redundantes con el encierro, y que sin embargo inciden en la planilla de pagos que sigue corriendo. Ante la incertidumbre acerca de la duración del COVID-19 y de su secuela de confinamientos, la crisis económica que se avizora seguramente golpeará la fluidez de los aportes financieros de los Estados a las agencias internacionales. Entonces, la diplomacia a distancia podría cobrar mayor relevancia.
Carlos Antonio Carrasco, doctor en Ciencias Políticas, miembro de la Academia de Ciencias de Francia de Ultramar.