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Demócratas de papel

Son las crisis políticas y sociales profundas las que exigen que hombres y mujeres de acción pública deban pasar por el tamiz de la consideración societal para explicar, descarnadamente, sus creencias más arraigadas. Asumir un discurso democrático en favor de la igualdad y la libertad es cosa simple, sin embargo, obrar en consecuencia a lo dicho pide consistencia de pensamiento y de personalidad, algo que las almas confusas no suelen poseer. Giovanni Sartori decía “los que nunca han conocido las tiranías y las dictaduras, se inclinan fácilmente hacia una retórica de la libertad”. El relato libertario y democrático como eje discursivo ante la opinión pública es insuficiente para evidenciar el perfil acabado de un líder, pues requiere, indefectiblemente como acción seguida, ser contrastado con las formas que adoptan sus conductas. Los personajes públicos quedan revelados por sus comportamientos antes que por sus palabras. Se dicen demócratas cuando ejercen de autócratas desembozados; al momento de gobernar, lo hacen bajo una narrativa que refiere al pueblo o a dios como el fin de sus acciones, pero en cada hecho patentizan que únicamente se representan a sí mismos.

Hace 48 horas que el Tribunal Supremo Electoral señaló fecha para el postergado día de elecciones generales, quienes están en una atropellada cruzada por evitar el proceso de institucionalización de autoridades ya critican nuevamente, con argumentos apurados, el anuncio del órgano electoral. Separados del facilismo discursivo de circunstancia, los portadores del “recuperemos la democracia y la libertad” mataron impiadosamente, junto a la democracia popular, a “ese otro dios que falló”: el republicanismo, lo abandonaron en manos de quienes son inclasificables, pues no piensan ni por derecha ni izquierda, están en el lado de las conveniencias. Con extrañeza vemos a esta nueva generación de múltiples entendedores de lo social, que hablan de democracia y se enfadan con toda referencia electoral. Pasa que en realidad no son demócratas y no sienten aprecio por una institucionalidad del Estado que no entienden o que les perturba. Carecen de ideología e ingresan en esa oscura categoría de aquellos que conciben el ejercicio del poder como la lógica de advertir, aterrar, frivolizarse y abreviar el proceso personal de la acumulación económica. Son los inoxidables del poder y de cualquier espacio que atienda sus validaciones sociales y garantice su transcurrir circunspecto. Después de más de una década de ostracismo estatal, se esperaba de ellos una versión de derecha evolucionada y serena, pero el transcurrir del tiempo produjo el efecto inverso, los convirtió en escandalosos administradores de la cosa pública.

La calidad institucional de un país —comprendiendo que las instituciones deben evidenciar también la complejidad y pluralidad de quienes comparten y habitan un mismo territorio—, está expresada por el afecto a los acuerdos societales que determinan las formas de gobierno que adopta un conjunto poblacional. Resistirse al proceso electoral reafirma solamente que lo discursivo se minimiza ante lo conductual.

Un gobierno agotado en su inoperancia sanitaria, a quien una reciente medición de opinión pública le anota que esa conducta signada por la corrupción y que su baja eficiencia en la gestión del Estado le ha paralizado su perspectiva electoral, aún tiene una pequeña posibilidad de honor, de salvación de la excomulgación histórica: comprender que los tiempos electorales no quedan marcados por las ansiedades gubernamentales y que no puede ajustar las horas según sus propias urgencias.

Jorge Richter Ramírez, politólogo