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Esclavos no tan modernos

Colombia no termina de dar un debate sobre las condiciones precarias que padecen miles de trabajadores. La crisis provocada por la pandemia los hará más vulnerables, por eso es preciso exigir cambios urgentes.

/ 6 de junio de 2020 / 07:00

Edy Fonseca, una mujer de 51 años, cuenta que durmió 28 días en el sótano de un edificio residencial de Bogotá, sobre un colchón, con apenas lo necesario para comer. Hélber Bolívar, de 56 años, dice que pasó más de 50 días en una bodega viendo el mundo de lejos a través de una ventana estrecha. Ambos trabajaban como vigilantes privados, y sus casos de esclavitud moderna desataron un nuevo episodio de indignación masiva en las redes sociales.

Fonseca denunció que la retuvieron bajo engaño. “En cuarentena nadie podía salir”, recuerda que le dijeron. El encierro complicó su diabetes, le provocó una parálisis facial y la mandó de emergencia a una clínica. Bolívar, asomado a la ventana por donde su hija le entregaba comida, contó que sus patrones, bajo amenazas de despido, lo obligaron a permanecer en la bodega oscura.

Fonseca y Bolívar padecían condiciones típicas de trabajo forzoso, una forma de explotación que la Oficina Internacional del Trabajo (OIT) define como la “que se realiza de manera involuntaria y bajo amenaza de una pena cualquiera”. La pena, en ambos casos, implicaba perder un empleo precario. Pero esencial en un país que ahora alcanza un 19,8 por ciento de desocupación, con 5,4 millones de empleos perdidos solo en el mes de abril como efecto de la cuarentena nacional. El Banco Interamericano de Desarrollo estima que la pandemia provocará la pérdida de casi 17 millones de empleos en Latinoamérica.

Pero estas son solo dos nuevas víctimas, entre el aproximado de 131.000 personas que viven sometidas a trabajos forzosos en toda Colombia. Y su ruido, que ya se apagó en el debate público, ha dejado espacio para la nueva cólera de turno. Pero conviene recordar estos casos; porque urge hacer justicia al menos con los ejemplos más visibles, y hacer cambios estructurales para evitar que todos los demás sigan expuestos a la esclavitud de estos tiempos.

Diversas causas combinadas promueven en Colombia relaciones sociales que normalizan el maltrato: el clasismo, la inequidad estructural, la segregación de la violencia, la geografía intrincada que perjudica a la población rural y la incapacidad del Estado. En consecuencia, las oportunidades más básicas permanecen inaccesibles para casi todos. Y los escasos privilegiados que las consiguen suelen tolerar cualquier abuso con la esperanza de sobrevivir.

Esta opresión es un destino ineludible para millones de personas en el país. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, un niño pobre nacido en Colombia podría tardar once generaciones en alcanzar el ingreso medio. Varias vidas invertidas en el esfuerzo inútil de superar la miseria. Frente a ese porvenir inviable quedan pocas opciones.

Se trata de un fenómeno global. Un estimado de 40 millones de personas en el mundo viven oprimidas bajo la esclavitud moderna. En Colombia, el promedio (2,7 víctimas por cada mil habitantes) es mayor que el de la región (1,9 por cada mil habitantes).

Las cifras del Observatorio Laboral de la Universidad del Rosario dicen que el 77,7 por ciento de los colombianos ocupados no supera los dos salarios mínimos. Y el 18,5 por ciento ni siquiera gana el ingreso mínimo legal (de aproximadamente 250 dólares). Si algún trabajador reclama, corre un riesgo mayor. Desde 1973 han asesinado a 3.254 sindicalistas en Colombia.

La llegada al país de migrantes venezolanos sin garantías laborales y la expansión de la COVID-19 han elevado el riesgo de los más vulnerables. Una encuesta reciente reveló que un tercio de los trabajadores colombianos teme perder su puesto.

En el ensayo La clase más ruidosa, sobre la Colombia de principios del siglo XX, el historiador Marco Palacios describe el escenario que enfrentaban los de abajo: “La desigualdad social, la persistencia de cinturones de miseria proletaria y la contracción del ciclo económico produjeron miedos sociales, y en la clase obrera un verdadero pánico al desempleo”. Tantos años después, el problema no se corrige.

El resultado de este coctel nocivo es un Síndrome de Estocolmo laboral, donde el empleado puede incluso defender al patrón y justificar sus atropellos. “Hay que ponerse la camiseta”, dice una frase popular colombiana. Significa que es preciso sacrificarse por el equipo aún bajo los tratos más injustos. Porque frente al hambre cualquier otro apuro luce tolerable. Es una forma de sometimiento disfrazada de oportunidad, y pertenece al país antiguo y desigual que no terminamos de enterrar.

Los casos de Fonseca y Bolívar están siendo investigados por la Superintendencia de Vigilancia. Si encuentran méritos, sus antiguos empleadores pueden ser sancionados. Pero en el corto plazo la situación seguirá siendo la misma para el resto de los explotados en Colombia, especialmente los que viven lejos del país urbano, cuya desventura jamás será debatida en los medios de comunicación.

Por eso es necesario pasar de la ira virtual a cambios tangibles en la estructura que permite los abusos recurrentes. Una buena medida sería diseñar un modelo productivo más igualitario, que contribuya a cerrar nuestra brecha social. Mientras legiones de trabajadores malviven con estrecheces, el 10 por ciento de los contribuyentes más acaudalados se queda con el 51 por ciento del ingreso bruto, según cifras de 2017.

Atados por una larga historia de inequidad, nos llevará mucho tiempo implementar políticas que detengan el trabajo forzoso. Pero hay que empezar. Otro buen inicio sería el que Dejusticia, un centro de estudios de derecho y sociedad, propone a la Corte Constitucional: derogar el Estatuto Tributario colombiano, un sistema de medidas económicas extraordinarias que rige desde 1989. La demanda busca corregir “la injusticia del sistema tributario por medio de un nuevo pacto fiscal” que evite más desigualdad y pobreza tras la crisis por la pandemia.

Los remedios para esta enfermedad endémica incluyen decisiones políticas y económicas. También algunas culturales, como educar a explotadores y explotados para interrumpir el ciclo. Pero la guía primordial ya existe: la Constitución colombiana prohíbe la esclavitud, la servidumbre y la trata de seres humanos “en todas sus formas”. Debemos cumplir ese mandato. Convertirlo en hechos y honrar su letra muerta.

Sinar Alvarado es periodista, colaborador de The New York Times Company. © The New York Times Company, 2020

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El virus y los olvidados de siempre

El Gobierno castiga a quienes incumplen la cuarentena, pero ha sido incapaz de proveer las condiciones que les permitan quedarse en casa sin morir de hambre.

/ 1 de mayo de 2020 / 06:44

Dicen que las ciudades se vaciaron para esquivar la pandemia. Pero no es cierto. Menos aún en Latinoamérica, donde la mitad de la población debe seguir en movimiento y procurarse hoy la comida de mañana. En Colombia, uno de los países más desiguales de la región, la cuarentena excluyó todavía más a los marginados de siempre. Hoy deambulan por ahí en busca de una supervivencia escurridiza y bajo una incertidumbre mayor.

Ningún país estaba preparado para la pandemia. Y Colombia, menos. Junto a la antigua deuda social, con aproximadamente 9,5 millones de personas que viven en condiciones críticas, el coronavirus es un alud que encuentra al Gobierno colombiano rezagado, con las manos hurgando en los bolsillos y mil tareas por atender.

España, Italia y Estados Unidos suman hoy más de 120.000 decesos porque no actuaron cuando podían. En Colombia, con 6.200 casos confirmados y 280 muertes, el escenario es apenas manejable; por eso urge que el Gobierno dedique medidas a los más olvidados de su historia moderna: los colombianos pobres y los venezolanos migrantes, que llegaron a este país huyendo de su propia tragedia.

Muchas armas y pocas camas. Colombia se alista para el gran número de contagios que puede registrar en las próximas semanas. Los expertos mundiales de la salud han dicho que los gobiernos deben invertir en prevenir pandemias lo mismo que gastan en defensa. Pero en nuestro caso la recomendación sigue siendo ignorada. En su presupuesto para 2020, el gobierno de Iván Duque dedica un 10% más de gasto a las armas. El presidente admitió que existe “una deuda vieja” con el sistema de salud de 250 millones de dólares.

En su afán por ponerse al día, Duque decretó transferencias monetarias para los desvalidos, devolución del Impuesto al Valor Agregado y otras medidas para la clase media y las empresas pequeñas y medianas. Pero el virus marcha a mayor velocidad. Hasta un 90% de pérdidas en abril calculan los comerciantes del país, mientras las ayudas tardan en llegar. Muchas familias compran solo lo esencial, y en las ventanas de la clase baja proliferan trapos rojos que gritan el hambre.

Aquí los trabajadores informales suman el 47%: aproximadamente 13 millones de personas sin salario garantizado. Los habitantes de la calle, que solían rebuscarse en el vaivén de las avenidas ahora desiertas, suman casi 10.000 personas solo en Bogotá. A ellos se añaden los desplazados internos, 6.731 en los primeros meses del año; y muchos de los 1,7 millones de migrantes venezolanos, quienes enfrentan desalojos porque no pueden pagar sus hospedajes. Algunos desesperados regresan a su país, también en emergencia. La débil cornisa que los sostenía a todos se ha resquebrajado aún más con la pandemia.

En tiempos de riesgo por cercanía, la densidad de población en las zonas populares de Bogotá triplica la tasa de los barrios más acomodados. Soacha, una localidad al sur de la capital, muestra las carencias que debe atender el Gobierno en todo el país. “Puede morir más gente de hambre que por el coronavirus”, dijo su alcalde. Pero entre la abundancia de noticias que se ha esparcido con la enfermedad, una resume bien nuestra intemperie: en Colombia vive un millón de personas sin agua por no pagar el recibo. Estos son los excluidos que esperan el azote de la COVID-19 bajo la mayor vulnerabilidad, pues necesitan exponerse para sobrevivir. Pero su riesgo pende sobre la comunidad entera, porque esa exposición mantiene encendida la mecha del contagio.

Para paliar la crisis en Bogotá, la Alcaldía lanzó un programa que busca garantizar el ingreso mínimo a las 500.000 familias más vulnerables durante el tiempo que dure el encierro forzado, decretado el 23 de marzo. Pero estas ayudas todavía no logran aplacar las urgencias, y el descontento continúa en las calles.

En distintos lugares del país ha habido protestas, saqueos y focos de desobediencia que desafían el aislamiento ordenado por el Gobierno nacional. La situación en Colombia encierra una paradoja: el poder castiga a quienes salen, pero no ha sido capaz de proveer condiciones que les permitan quedarse en casa sin morir de hambre.

Relajar eventualmente la cuarentena y autorizar el desplazamiento y el trabajo a los más vulnerables es una medida que se ha considerado. “Pero aún debemos realizar muchas pruebas, aislar a los contagiados y aplanar la curva del virus”, dice Julián Fernández Niño, doctor en epidemiología. Para los especialistas es necesario descifrar la dinámica de la infección antes de volver más flexible el aislamiento de ciertos grupos. La desconfianza, sin embargo, complica nuestro panorama. Los de abajo no esperan garantías de un Estado que les ha fallado de forma consistente.

Los invisibles. Entre los más desprotegidos están los migrantes que llegaron en busca de oportunidades y se toparon con las puertas cerradas. Charly Hermoso, un cocinero venezolano con cuatro años en Bogotá, atendía un puesto de comida rápida en el centro de la ciudad. Hermoso estaba a punto de pagar la última cuota del crédito que pidió para equipar el puesto, cuando se decretó la cuarentena. “A domicilio estoy vendiendo el 10% de lo que vendía. Eso no alcanza”, dice desde la casa que comparte con otros cuatro venezolanos sin ingresos. “Estamos comiendo dos veces al día, y poco”, cuenta.

Hermoso ha visto desalojos y saqueos desde su calle. Sabe que muchos viven al día y teme que se desate la violencia. “Si esto me hubiera pasado en Venezuela, sería distinto. Allá tengo mi casa, mi familia. Acá los inmigrantes estamos en desventaja, pero conozco colombianos en la misma situación”, dice. A todos ellos, piensa el cocinero, el Gobierno debe entregarles ayudas ahora mismo. En su casa, Hermoso aporta la mayor parte de la comida. Ahora no piensa mucho en el futuro, solo trata de adaptarse y sobrevivir. “Estamos asilados en esta casa. Aquí voy a tratar de cocinar para recuperar una parte de mi clientela. Pero va a estar difícil”, admite.

¿Qué hacer? La epidemia ha estimulado la solidaridad. En las redes sociales y en las calles se multiplican iniciativas para auxiliar a quienes padecen: comprar una cosecha a punto de perderse, llevar gratis en taxi a cualquier médico, fabricar tapabocas por puro altruismo. Pero más allá de estos pequeños gestos, para recuperar nuestras sociedades a la deriva debemos convertir la fraternidad episódica en un paquete de políticas eficaces y sostenibles que nos cubran a todos, y de forma especial a los más desprotegidos.

Olvidadas en la periferia del mapa, aún hay grandes regiones de Colombia sin una sola cama de cuidados intensivos, necesarias para afrontar esta cepa del coronavirus. Son miles de ciudadanos sin infraestructura vital. La pandemia pasará, pero dejará, según la Cepal, mayores cifras de pobreza extrema en una región donde ya eran muy altas.

Varias voces en Colombia han planteado medidas que pueden ayudar. Algunos proponen duplicar los recursos dedicados a la pandemia e invertir buena parte en el subsidio de las nóminas para prevenir quiebras y frenar el desempleo. Otra opción es permitir a los trabajadores retirar una pequeña parte de sus ahorros pensionales. Si no sobreviven ahora, difícilmente disfrutarán de su jubilación eventual. Una tercera propuesta recomienda crear la oficina técnica presupuestal, una institución legislativa cuya tarea sería analizar los proyectos fiscales y de presupuesto creados por el Ejecutivo.

En la inversión de esos fondos será prioritario incluir a los migrantes venezolanos que eligieron este país como refugio. Colombia, el principal destino de esa diáspora, por fin ha empezado a resarcir la deuda histórica que mantiene con su vecino: al menos ya otorgó la nacionalidad a los hijos de los migrantes, pero el reconocimiento de ese derecho fundamental no basta en plena crisis sanitaria. El gobierno de Duque puede y debe recurrir a la comunidad internacional para diseñar un plan que evite el peligroso recrudecimiento de una emergencia humanitaria que ya es severa. Para amortiguar este golpe inédito, Colombia debe embarcarse en la agenda de inversión social más ambiciosa de su historia, y dejar de responder a la necesidad con represión. Ahora que intenta construir una paz esquiva, el país tiene que superar su antigua tradición bélica y combatir la inequidad, su mayor adversario histórico.

Sinar Alvarado es periodista, colaborador de The New York Times Company. © The New York Times Company, 2020.

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