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Ser docente hoy

No recuerdo su nombre de pila, pero solo su apellido “profesor Fernández”, es suficiente para marcar toda una gran historia. Fue en 1958 cuando en el Colegio La Salle de Cochabamba me enseñó a distinguir la A de la Z y el diferente valor entre el cero y el siete.

Llegaba sonriente en su bicicleta inglesa y se iba en ella por las todavía vacías y monótonas calles de Cochabamba. Era firme pero suave, ni los movedizos momentos que debía enfrentar la algarabía de niños díscolos, nunca lo vi levantar la mano ni esgrimir la palmeta del castigo físico en un tiempo que era socialmente admitido y pedagógicamente santificado pregonar y ejecutar que “la letra entra con sangre”.

En 1967, abandoné el cuartelillo franquista de los hermanos lasallistas y sus desfiles con calatravas de los tercios del Requetés y me fui al Don Bosco buscando aires de libertad y no me equivoqué. En el gran patio del colegio conocí al padre Edward Fogarty, que muy tradicional vestía sotana, pero, lo supe muy pronto, sus ideas eran del Concilio Vaticano II que renovó la Iglesia y la acercó a la opción de los pobres. Alto como una torre, era católico irlandés y cuando podía en un lenguaje nacionalista y republicano despotricaba (y con razón) contra la dominación inglesa de su patria. Este no era pues el mundo de tranquilidad y rezo del rosario que me pitaron en La Salle. Del salesiano aprendí que los curas también tienen opciones políticas radicales y que había que jugarse incluso hasta la vida por defenderlas.

Me deslizo por estos recuerdos personales porque el 6 de junio se recuerda el Día del Maestro. Todos y todas debemos algo y mucho más que algo a un profesor o una profesora. Claro que entre mis años infantil juveniles y hoy, mucha agua ha corrido en los ríos de la educación y la pedagogía. Tuve profesores que me hacían aprender de memoria ríos, la tabla periódica de los elementos o fechas de batallas y presidentes, como si fuese un catecismo.

Actualmente un niño o niña puede conocer, gracias a la televisión o el internet tanto o más que su docente escolar. Recuerdo cómo un día mi hija Yara vino entre furiosa y decepcionada porque su profesora le había puesto mal a la pregunta: ¿qué se usa para orientarse? Ella, muy actualizada, puso el GPS pero la “seño” dijo que la respuesta correcta era la brújula.

Desencuentros que no siempre ocurren pero son frecuentes en la era digital. La manera de aprender ha cambiado y también debería ocurrir lo propio en la de enseñar. En los registros del docente (y me incluyo) es imposible re(conocer) una base de datos que se amplía y modifica cada segundo, la que un o una estudiante puede obtener con solo prender su celular. Para las nuevas generaciones lo que importa es el conocimiento útil, que puede durar solo segundos y luego se desecha. ¿Qué hacer entonces, cuando ya no somos los guardianes del conocimiento? Educar solo para la memoria, ya no es suficiente, se requiere enseñar al estudiante a vivir en y para la vida, a seleccionar la información y a vivir en una comunidad plural y democrática.

Umberto Eco respondió a un alumno que le inquirió: “Disculpe, pero en la época de internet, usted, ¿para qué sirve?”. La respuesta del escritor italiano encierra toda una lección, que vale la pena citar: “Lo que hace que una clase sea una buena clase no es que se transmitan datos y datos, sino que se establezca un diálogo constante, una confrontación de opiniones, una discusión sobre lo que se aprende en la escuela y lo que viene de afuera. Es cierto que lo que ocurre en Irak lo dice la televisión, pero por qué algo ocurre siempre ahí, desde la época de la civilización mesopotámica, y no en Groenlandia, es algo que solo lo puede decir la escuela”.

Gustavo Rodríguez Ostria
es historiador