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Hacer vivir y dejar morir

En las redes sociales se hizo viral una imagen en un hospital beniano de un médico sosteniendo la camilla sobre la cual un anciano moribundo, contagiado con COVID-19, reposaba. El médico peregrinó por varios nosocomios buscando un respirador automático, no encontró ni uno disponible. Los ojos enmudecidos de lágrimas del galeno expresaban su impotencia: su paciente longevo se moría. Esta imagen refleja la dramática situación de varios sanatorios, especialmente en Santa Cruz y Beni. Hoy, muchos bolivianos contagiados por el coronavirus fallecen por falta de un respirador automático.

Ese ventilador ayuda a respirar, es una cuestión de vida y, por lo tanto, se convierte en una discusión bioética. De allí surge una perversa disyuntiva que nos hace remontar al siglo XIX donde la intervención de la biopolítica (entendida como la forma de gestionar los procesos biológicos de la población, diría Michel Foucault) en circunstancias excepcionales, como el caso de una pandemia, se debatía ese dilema bioético: hacer vivir o dejar morir.

Se trata, entonces, que para evitar dilemas bioéticos en el curso de una pandemia se requiere protocolos insoslayables: la cuarentena es una de ellas. ¿Cuál era el propósito del confinamiento? No solamente se perseguía evitar que la propagación del virus haga estragos, sino se buscaba equipar hospitales con camas de terapia intensiva, test masivos y rápidos para detectar a los contagiados, respiradores automáticos, laboratorios de biología molecular, entre otros, para enfrentar al coronavirus. Eran tareas urgentes para el gobierno transitorio de Jeanine Áñez, pero no se hicieron o se hicieron irresponsablemente. Los gobernantes no están preocupados en equipar el sistema de salud, sino en sacar provecho político a la emergencia sanitaria.

La compra irregular de los respiradores automáticos que, además, no funcionaban por falta de implementos, desembocó en la destitución y el arresto del ex ministro de Salud y otros funcionarios públicos. Desde ya, este hecho no solo es un acto corrupto grotesco, sino es un atentado contra la vida. Era previsible de un gobierno que masacró campesinos.

Otro atentado contra la salud pública fue la prórroga en la entrega del hospital de Montero, debería ser inaugurada hace semanas, pero la desidia gubernamental impidió su entrega con prontitud. El alcalde de Montero, Miguel Ángel Hurtado, denunció que no se entregó ese hospital porque el gobierno de Áñez decidió repintarlo porque estaba de azul. Al final, las instalaciones del nuevo nosocomio salieron pintadas de color verde lechuga (color del frente político de la Presidenta). Mientras se estaba secando la pintura verde del nuevo nosocomio, los números de contagio con COVID-19 en Montero estaba subiendo alarmantemente. A tal punto que el Gobernador de Santa Cruz presentó una acción popular para que la Justicia determine abrir el hospital de Montero.

Al gobierno transitorio de Áñez no le importa que haya miles de contagiados con COVID-19: todo vale si se quiere conservar el poder. Uno de los efectos de este proceder perverso es poner a los bolivianos a ese dilema biopolítico: hacer vivir y/o dejar morir. El virus no reconoce entre pobres y ricos. Pero, la perversidad del Gobierno sí. Si los contagiados de COVID-19 son ricos, tienen la prerrogativa de vivir, ellos pueden pagar su tratamiento; si son pobres (peor si son ancianos), indígenas e incluso travestis (a una no le quisieron atender en ninguna clínica cruceña) no tienen ese privilegio; en todo caso, como efecto de lo anterior, están condenados a morir.

Yuri F. Tórrez
es sociólogo.