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Vapulear al árbitro

Si convenimos en que estamos en medio de una crisis múltiple que se agrava con el paso del tiempo debido a que, con ello, se le suman varios otros elementos que no solo la complejizan sino que aumentan los factores de riesgo bajo los que se encuentra nuestra democracia, probablemente podemos ver con mayor claridad cuál es la importancia de instaurar algunas señales de certidumbre política a partir del establecimiento de una fecha para la realización de las elecciones pendientes.

La crisis en la que se ha sumergido nuestra institucionalidad democrática no nace de los conflictos que tuvieron lugar entre octubre y noviembre. Este tiempo, por el contrario, fue solamente el momento en el que esta estalló definitivamente. Los sucesos que tuvieron lugar desde el año 2016 —Referendo Constitucional de por medio— nos refieren a que ya durante varios años se fueron mermando, sigilosa pero permanentemente, las instituciones democráticas del voto, la alternancia, la independencia y el equilibrio de poderes, por mencionar algunos.

A ello, simplemente se le sumó un proceso electoral plagado de cuestionamientos y carente de legitimidad que nació pendiendo de un hilo y desembocó en su fracaso y anulación, producto de la movilización ciudadana y el posicionamiento político de las fuerzas del orden. En ese escenario el nacimiento de un nuevo Poder Ejecutivo y la sobrevivencia del Poder Legislativo, dejaron a ambos órganos del Estado debilitados en su institucionalidad, legitimidad y credibilidad. Los primeros esfuerzos de ambos permitieron erigir con un mínimo de contrapesos (algo demasiado valioso para cómo se dieron los hechos entonces) un Órgano Electoral Plurinacional renovado y que desde finales del 2019 estrenaba legitimidad y credibilidad; a tiempo de consolidarse como el centro institucional sobre el cuál se depositaban las pocas salvaguardas democráticas que quedaban para apostarlas todas y encaminarnos a unas elecciones que permitieran darle inicio a un proceso de reconstrucción democrática que, cuando menos, será de mediano plazo.

Entonces, nadie sospechaba que una emergencia sanitaria de corte mundial se constituyera en un obstáculo tan difícil de sortear que ha llegado a poner en la incertidumbre la realización como tal de este demandado evento. Si bien con estos antecedentes, el Tribunal Supremo Electoral (TSE) ya tenía por delante un proceso sumamente desafiante, incierto y complejo al que se le añadió un contexto tan inesperado como el de la pandemia, más inesperados aún son los varios elementos que desde la arena política, manifiesta o velada, directa o directamente se le han ido demandando a esta institución en las últimas semanas: redistribución de escaños, solicitud de constituirse en querellante ante el “caso fraude” (idealmente a la medida esperada por la Procuraduría), re apertura del padrón para inscripción de nuevos votantes, inscripción de nuevas candidaturas, proscripción del MAS, informes científicos de respaldo para la estipulación de la fecha; por nombrar los más mediáticos. A ello se suma una naciente campaña de desprestigio en su contra que, desde los polos políticos, se alienta.

Estos elementos que hoy emergen y se añaden al por demás complejo escenario, amenazan con llevar al límite lo que queda de nuestro orden democrático. Dejar sin respiro al TSE, vapulear al árbitro hoy en día debe entenderse como una afrenta a las aspiraciones de reconstrucción democrática que tanto anhela la ciudadanía y que tan poco se entienden desde los polos radicalizados de nuestra política.