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La memoria de la pandemia

Resulta muy difícil escapar de la obligación (o la maldición) de escribir sobre el oscuro tiempo presente. Pensar por ejemplo, sobre el colapso de la salud pública o el mercantilismo capitalista del sector privado, las idas, vueltas y contradicciones de las autoridades, los riegos del contagio o el feliz advenimiento de una vacuna salvadora. Como historiador uno no deja de preguntarse incesantemente cómo se recordará esta época en un tiempo que ya no veremos. ¿Qué registros sobrevivirán en los archivos, fuente documental de nuestro trabajo y cómo éstos se instalarán en la memoria colectiva, con sus vaivenes afectivos, psicológicos y emotivos de los que habla Pierre Nora? ¿Quiénes tendrán la tarea de escribir lo que hoy pasa frente a nuestros ojos? ¿Olvidarán las generaciones futuras los padecimientos actuales, del modo que la nuestra poco o nada conoce de la (mal) llamada “gripe española” que en 1918 asoló el mundo con su secuela de millones de muertos o de la peste y la hambruna que entre 1878 y 1879 mató a miles en Cochabamba y otros rincones de Bolivia?

Hay testimonios y presencias desgarradoras, que quizá —en verdad espero— figuren entre aquellos testimonios de los daños irreparables causados por el COVID. El día de la celebración católica de Corpus Christi, el arzobispo de Lima Carlos Castillo celebró misa a puerta cerrada frente a los rostros de miles y miles de las victimas del virus. La amplia e histórica Catedral “quedó llena de fotografías en las bancas y los muros, aunque vacía por las restricciones de la pandemia”. Sin embargo, estaban presentes aquellos y aquellas que siguen vivos y vivas en la memoria de quienes acompañaban la ceremonia por la televisión y las redes sociales. El arzobispo, graduado en Sociología y cercano a la Teología de la Liberación, llamó a la fraternidad y la solidaridad y también criticó que el lucro domine el negocio de la salud “que más bien es un sistema de enfermedad, porque está basado en el egoísmo y el negocio y no en la misericordia y en la solidaridad de la gente”. ¿Quedará impresa su condena? En el Perú, como en otras latitudes, la apropiación privada de la salud hizo que sobrevivir sea una condición de recursos económicos, de clase y etnia, pese a los destacables esfuerzos de su gobierno por fortalecer la atención social y pública.

¿En los necesarios registros de esa historia futura estarán los retratos, los nombres y las vidas de quienes, por falta de atención, murieron en las calles de Cochabamba y otras ciudades de Bolivia? Para ver imágenes semejantes habría que retroceder a fines del siglo XIX, a la “pestilencia” previa a la invasión chilena al territorio de Bolivia en 1879. Los registros de prensa cuentan que entonces la gente, en su gran mayoría pobres mestizos e indígenas, abatida por el hambre y la enfermedad, al no hallar atención sanitaria, caía en las calles para no levantarse más. Impacta al pensar que aquello ocurrió hacia casi siglo y medio, y que hoy se repite frente a nuestra impávida mirada.

¿Habrá lugar para médicos y médicas que enfermaron o murieron por protegernos? Leí que Juan Carlos Vichini, galeno voluntario, fue al Beni llamado por su “ajayu” y por dar fiel cumplimiento a su juramento hipocrático. ¿Habrá una línea, una página para él? ¿Y para las enfermeras que trabajan en condiciones precarias de seguridad? ¿Y para policías y militares vigilantes? ¿Y periodistas veraces? ¿O para aquellos y aquellas que con paciencia y esperanza aguardan recluidos en sus hogares, esperando que la “normalidad” de abrazos regrese?

Borronear la historia desde nuestro oficio es una dura tarea, pero más difícil es escribirla con la vida.

Gustavo Rodríguez Ostria
es historiador.