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Los “igualados”

La señora imagina la peor forma de ofender a su adversaria política. Encuentra entonces un adjetivo muy interesante. Le espeta: “¡Igualada!”. ¿Qué quiere decir? Que es una india que ha roto el orden racial tradicional; en lugar de aceptar su inferioridad natural, intenta “igualarse” a sus superiores, esto es, a los blancos.

Alguien podría decir que la expresión refleja la ignorancia de la persona que la usó. Tal explicación me parece evasiva y simplista. Hace poco, un poeta bastante bueno, muy respetado y homenajeado por sus colegas del mundillo literario, posteó lo siguiente en su muro de Facebook: “El cholo ha robado su esencia al indio y ahora todo ha quedado hecho mierda. Atención con esa frase. Me la acaba de decir, por teléfono, un viejo amigo que vive desde hace 30 o 40 años en pleno campo (…) Cuando vuelvas, me dice (…) ya no reconocerás montón de cosas y llorarás de pena e ira. La fealdad y el desastre se impusieron totalmente, hasta en el último caserío alrededor”.

No puede argüirse que este escritor sea “ignorante”, al menos no en el sentido directo de esta palabra. Y, sin embargo, se indigna por lo mismo que la señora de arriba: porque los indios hayan dejado de ser lo que solían ser —esto es, lacónicos, abnegados y estéticos elementos de un paisaje arcádico— y, convirtiéndose en cholos, se “igualaran”… Ahora que manejan autos ruidosos, ahora que construyen feos edificios, ahora que ponen negocios contaminantes, “todo ha quedado hecho mierda”.

El racismo rara vez propone la eliminación de las razas que desprecia. En general, trata de contenerlas “en su lugar”, a fin de que no se desborden y, con ello, desorganicen y afeen a la sociedad.

Como ejemplo, tenemos a los poligenistas del siglo XIX. Estos ideólogos creían que Dios había creado cada raza por separado, concediéndole cualidades distintas. Si una era fuerte y flexible, estaba llamada a trabajar en el campo; si otra era inteligente y racional, debía ocuparse de las tareas espirituales, de civilizar a las demás. De modo que las razas, todas ellas, resultaban necesarias para la armonía del mundo. El único asunto era que no se “igualaran”. Había que eludir la mezcla. Los procesos de hibridación, a diferencia de los de segregación, respondían no a la voluntad divina, sino la rebeldía humana ante las órdenes de Dios. Equivalían, entonces, a “pecados originales”. Todo cruce racial era una Caída.

Así era, por ejemplo, para los racistas del sur de los Estados Unidos, que crearon sociedades segregadas e impusieron obstáculos legales de distinto tipo para impedir que sus exesclavos ejercieran su derecho al voto. ¿Qué querían evitar? Que, contra natura, los negros se “igualaran”.

Los poligenistas creían que la desigualdad conservaba la forma original de la Creación y la paz entre las razas. En parte llevaban la razón. Cuando una raza tiende a “igualarse” violenta sin duda los “derechos” que otra raza siente que tiene de disfrutar su superioridad. Empuja a esta, entonces, a la lucha. En nuestro tiempo, máxima paradoja, esta lucha suele darse en nombre de la igualdad y el antirracismo.

Se trata, claro está, de la igualdad de antes —de antes de la “igualación” —, es decir, de la conservación de la jerarquía. Cuando los indios eran indios nomás y no procuraban trepar como cholos. Se trata, también, del antirracismo que podemos encontrar en una sociedad segregada. Porque ¿acaso hoy tendríamos reclamos, insultos, violencia —en suma, racismo—, si ninguno antes hubiera tratado de “igualarse”? Por supuesto que no; la maldad no habría comenzado jamás sin ese acto antinatural, provocador y feo.

El racismo y, en particular, el aborrecimiento por parte de los racistas de los procesos de lucha por la igualación racial puede constituir una fuerza política formidable, incluso en estos días en que la democracia busca contenerlos. Los economicistas (marxistas mecanicistas, nacionalistas de la vieja escuela y neoliberales) y los culturalistas (cierta clase despolitizada de antropólogos e indianistas) tienden a obviar o menospreciar su enorme potencial. De igual manera, el deseo de “igualarse” sigue alimentando la insubordinación y la resiliencia de las razas oprimidas, para oprobio de gente como el poeta ese que, temblando de “pena e ira”, se abismaba en el odio y el espanto.

Fernando Molina es periodista