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Reparaciones

Uno intenta levantarse con el pie correcto, respirar hondo y mirar el nuevo día con optimismo. Pero el vaso medio lleno no sobrevive mucho rato. Basta asomarse por la ventana: las calles vacías del mes pasado han retomado una normalidad casi extrañada. Ya hay trancaderas, ruido, letreros, vidrieras anunciando mercancías inverosímiles, dadas las circunstancias: ¿Zapatos nuevos? ¿Almohadas? ¿Accesorios para mascotas?

Nos hemos reducido a lo esencial, gastamos lo menos posible, nadie sabe qué va a pasar mañana y mejor estar preparados. Si al principio de la cuarentena comprábamos abarrotes por demás (por si acaso luego no haya) ahora compramos a granel, lo exactamente necesario para el día o, en el mejor de los casos, la semana. Nadie sabe si el mes que viene tendrá ingresos. Ya el Banco está mandando solicitudes de pago. El dueño de casa, al principio razonable, ahora presiona. Ya queda muy poco de lo ahorrado (si queda algo). Ya hemos agotado nuestra red de apoyos, nos hemos prestado de todos los amigos, hemos vendido todo lo vendible. Ya hemos cerrado nuestro negocio, hemos reinventado nuestros servicios, hemos liquidado, rebajado, cambiado de rubro. Los que tienen la suerte de tener empleo viven la angustia de mantener el trabajo: sueldos reducidos o retrasados, sueldos que no llegan; horas extra, cambios de horario, vacaciones a cuenta de la cuarentena. No hay otra que bajar la cabeza, por lo menos tengo esto, qué hago si estoy entre los que reciben su memorándum.

Tomar el minibús, salir a trabajar, hacer las compras: tareas tan repetitivas y sosas que antes casi no registrábamos en nuestra rutina cotidiana, ahora son eventos heroicos. Implican mucha concentración, gran cuidado: en cada desplazamiento nos acecha el peligro. Un peligro que se materializa en los rostros que vemos, ausentes de labios. Las interacciones son mínimas: pareciera que no solo tememos los virus en las gotitas de saliva, sino también en el intercambio de miradas.

Esa desconfianza, sin embargo, precede a la pandemia: viene desde octubre, cuando se quebró el país como se quiebra una copa en la que viertes agua demasiado caliente. Una sola línea visible, longitudinal, acechante. Todavía bebemos en esa copa, sabiendo que en cualquier momento no va a soportar la tensión y va a separarse en dos mitades irreconciliables. Mi abuelo, el gran reparador, solía remendar esas copas por la cara externa con pegamento transparente, en la época en que reparar tenía más sentido que tirar y comprar otra.

No tenemos otro país para comprar, ni habría nunca nada que pague los dolores de esa ruptura. Quizás el remiendo sea imperfecto, quizás tengamos que seguir tratando la copa con cuidado, evitando los golpes y los apis demasiado calientes. Pero esta es la única Patria, la única Matria que hemos heredado y que legaremos a nuestros hijos. Esas miradas tensas, esas manos curtidas, esas esperanzas y angustias embozadas con las que nos cruzamos en la calle cada día, son las mismas que las nuestras. Hay que superar la rajadura que nos divide, hay que creer que somos capaces de seguir considerándonos miembros de una misma comunidad imaginada. Hay que intentar reparar nuestra copa quebrada por el racismo y la intolerancia, y maltratada después por el aislamiento, el miedo y la incertidumbre económica.

Es natural que en tiempo de crisis cada familia, cada grupo, se retrotraiga para protegerse a sí mismo. Si fuera solo la pandemia la que nos lleva a tomar esa actitud tribal, no habría razón para demasiada alarma. Pero el virus que nos acecha no es solo sanitario, y si no somos capaces de recomponernos como sociedad hoy ¿con qué cara veremos a nuestros hijos a los ojos mañana?

Verónica Córdova es cineasta.