COVID-19, una mala gestión
El Gobierno tendrá que ganarse la empatía con los ciudadanos, porque los bonos no bastaron.
¿Pudimos estar mejor? Quizás sí. Sin embargo, a punto de cumplirse cuatro de meses de emergencia sanitaria debido a la aparición de los primeros casos del nuevo coronavirus en el país, uno en Santa Cruz y otro en Oruro el 10 de marzo, la situación se ha complicado.
Las noticias del exterior que hablaban de la aparición de fallecidos en las calles, la muerte de familiares, amigos o conocidos, o el colapso de los hospitales ya no están alejadas de nuestra realidad. El problema está resultando muy grande, y quienes tienen que responder por eso son las autoridades. Y salta a la vista una evaluación.
Quien mejor encaró la catástrofe fue el gobernador Rubén Costas, quien —junto a su secretario Óscar Urenda ahora peleando con su vida contra el COVID-19— no perdió su tiempo en disputas políticas y mucho menos electorales. Apenas reclamó al gobierno de Jeanine Áñez la dotación de insumos, material de bioseguridad e ítems cuando le tocó hablar fuerte y la devolución del 12% del IDH, ahora consumada.
Trabajó muy bien en la provisión de alimentos e insumos para familias de escasos recursos y su muestra de hacer mucho con poco fue la instalación de un domo para pacientes del nuevo coronavirus, que al final tuvo también el apoyo del Gobierno.
En contrapartida, el gobierno de Áñez padeció todos los males. Al menos dos estudios, uno de la fundación alemana Friedrich Ebert Stiftung y otro de Celag, consideran que su gestión ante la pandemia fue mala.
Más allá de los matices políticos y electorales, el candidato Carlos Mesa resumió hace varias semanas la inacción de la administración transitoria: aunque frustrado, el pueblo cumplió con la cuarentena y el Gobierno no.
Es cierto, la emergencia sanitaria sorprendió a Áñez en pleno inicio de campaña y consolidación de su gobierno transitorio.
Con quejas constantes respecto de una mala “herencia”, las autoridades encararon la dura tarea de evitarla propagación de la enfermedad con una serie de problemas. Los más importantes fueron: la persecución penal, las limitaciones a la libertad de expresión luego retiradas, la corrupción en el caso de los 170 respiradores, la intervención de los Sedes, la penalización de las protestas, la ausencia de test y la falta de transparencia respecto de éstos.
Sin embargo, es grave la falta de empatía con la ciudadanía que sufre las restricciones de la cuarentena. Más allá de la indisciplina y la idiosincrasia de los bolivianos, la amenaza fue el verbo más repetido a la hora de aplicar las medidas.
Así, los resultados no fueron los mejores. Bolivia es uno de los países que experimentó más cuarentenas rígidas y la curva de contagios y fallecidos no cedió en cuatro meses. Si bien las cifras son menores respecto de otros países más golpeados en la región, son también mayores en relación a los que encararon mejor la catástrofe, como Paraguay y Uruguay, por ejemplo. El Gobierno tendrá que revisar esas estrategias antes de valerse de las que presuntamente dejó su embajador Mohammed Mostajo.
Sin embargo, parece ser tarde. Los casos se disparan y todavía las pruebas son bajas. Al darse una pausa por COVID-19, la ministra Eidy Roca dijo que con la adquisición de equipos y pruebas es posible hacer 2.500 pruebas diarias. ¡Uruguay hace 20.000!
El Gobierno tendrá que ganarse la empatía con los ciudadanos, porque los bonos no bastaron; al contrario, los arremolinó en los bancos, adonde acudieron con desesperación en plena cuarentena rígida. Otra cuarentena rígida, a pesar de los costos sociales, es todavía un salvavidas.
A estas alturas, todavía resulta inexplicable cómo el Gobierno transfirió a las regiones la posibilidad de flexibilizarlas medidas en plena subida de casos. Habrá tenido razones, pero las elecciones, que resistió al principio, ya están enca
Rubén Atahuichi es periodista.