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Hace 40 años

El 17 de julio de 1980 amaneció junto al frío invernal de La Paz la inquietante noticia de que la Sexta División de Ejército asentada en Trinidad, se había sublevado al mando del coronel Francisco Monroy Encinas, cuyo propósito no manifiesto era impedir el acceso al poder de la fórmula ganadora en las elecciones realizadas dos semanas atrás. 

Se trataba de un globo de ensayo para calibrar la reacción popular antes de desatar otras fuerzas militares que consumarían el derrocamiento de la presidenta Lydia Gueiler. Ella convocó de inmediato a una reunión de gabinete, a la que acudí presuroso en mi condición de Ministro de Educación y Cultura. 

En el Palacio Quemado se respiraba un ambiente de tensión tenebroso alimentado por la curiosidad de los reporteros y el nerviosismo de los guardias uniformados. Entretanto, el Conade (Comité de Defensa de la Democracia) había citado a una sesión de emergencia a la que asistieron dirigentes sindicales y políticos afines, colmando la sede de la COB situada en El Prado paceño. 

Al filo de mediodía llegó la alerta de que esa casa sindical había sido asaltada y que murió acribillado el caudillo socialista Marcelo Quiroga Santa Cruz. Enseguida, se anunció que grupos paramilitares se encaminaban hacia la Plaza Murillo. Ante la inminencia de un ataque, la Presidenta nos encargó al ministro de Información Oscar Peña Franco y a mí indagar ese rumor, en Palacio. 

Apenas traspusimos el umbral de magno salón, fuimos sometidos por atrevidos paramilitares, uno de ellos, el conocido sicario “Mosca” Monroy me encañonó con su metralleta, salvándome del percance un edecán presidencial. Entonces, pude escabullirme e informar a Lydia que la situación era insalvable. 

Junto al Canciller Gastón Araoz y los ministros Jaime Ponce García y Salvador Romero, conducimos a la Mandataria hasta la azotea de Palacio por conductos furtivos. Allí permanecimos los ministros ocultos en un entretecho, mientras que la Presidenta, a salvo de los paramilitares, fue llevada por oficiales militares a la residencia presidencial donde pistola al pecho tuvo que firmar su renuncia, para luego asilarse en la Nunciatura Apostólica.

Lo singular de ese golpe es la sincronización con el asesoramiento argentino que fue revelado tiempo después por los servicios de inteligencia brasileños, que identificaron al coronel argentino Julio César Durand como cerebro ejecutor de la asonada. Su presencia prolongada en La Paz como coordinador de labores de inteligencia del Ejército boliviano fue confirmada —años después— cuando el 19 de junio de 1985 el Senado argentino impugnó su promoción justamente por su participación en el golpe de García Meza.

Mientras los militares tomaban posiciones estratégicas en la ciudad, las ambulancias manejadas por mercenarios ululaban por las calles en busca de bolsones de resistencia o la caza de simples ciudadanos adversos.

Paralelamente, nosotros, los tres ministros firmes, pero cautos, pudimos salir de Palacio y encaminarnos en un todoterreno de fortuna hacia la Embajada de Francia (en Obrajes), donde personalmente permanecí tres meses asilado sin poder obtener salvoconducto. Un operativo organizado por el embajador galo Raymond Cesaire me exfiltró clandestinamente junto a otros compañeros hasta Puno, en una travesía rocambolesca por el lago Titicaca.

Ese día aciago, ese 17 de julio, se inició el fin de la era de las dictaduras militares que sojuzgó al país durante 18 años negros, un hecho histórico que como la peste es recurrente, cuando a las agrupaciones políticas las ciega la ambición.

Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia