Crónica de una pandemia
Esta columna hoy sale desordenada e incierta como está nuestro ánimo. Estas palabras son solo retazos de un tiempo de muerte. La prensa registra que, en un solo día, la Fuerza Especial de Lucha Contra el Crimen ha levantado 72 cadáveres, la mayoría de personas fallecidas en sus domicilios con síntomas de coronavirus. El fin de semana he recorrido la ciudad en busca de oxígeno para el hijo de una amiga, quien pelea por su vida sin encontrar un sitio donde recibir cuidados intensivos. Allí he compartido la desesperación de los familiares de enfermos, dispuestos a pagar lo que les pidan por un tubo de oxígeno, frente a las puertas cerradas de los proveedores y sus letreros de “no tenemos carga ni botellones de oxígeno hasta nuevo aviso”.
Al recorrer la ciudad advertimos largas filas en las farmacias de personas que ruegan por ibuprofeno, omeprazol y azitromicina; o al menos vitamina C, vitamina D o “lo que tenga”, frente a las farmacéuticas que solo niegan con la cabeza, cansadas ya de decir que esos remedios hace días están agotados. En las puertas de las clínicas, rápidamente las personas desconocidas intercambiamos teléfonos para compartir información sobre donadores de plasma, médicos que atienden consultas en domicilios o un tanque de oxígeno que puede salvar una vida. Nos une la certeza de que la única salida es salvarnos entre nosotros frente a un gobierno extraviado y un sistema de salud colapsado.
Si en la calle impera el sálvese quien pueda, en las casas se desata otra guerra silenciosa con la exacerbación de la violencia. En lo que va del año se registran 67 feminicidios y 39 infanticidios; y ya no conseguimos llevar la cuenta de las denuncias de abuso sexual y violencia doméstica. En este tiempo, las víctimas están aisladas con sus abusadores, incrementando exponencialmente su riesgo de muerte. Y es que, desde hace siglos, las mujeres vivimos la amenaza permanente de la pandemia del machismo sin encontrar medidas de seguridad que nos protejan.
Al final del día, nos sentamos frente a la televisión para escuchar una danza de números de nuevos contagiados que ya no tiene ningún sentido. Los cementerios están desbordados y algunos muertos son enterrados en fosas comunes sin que sus familiares sepan dónde ir a llorarlos.
La muerte del Dr. Óscar Urenda, secretario de Salud de la Gobernación de Santa Cruz, símbolo de la lucha contra el coronavirus, nos golpea como la pérdida de un familiar querido. Tantas veces lo vimos sereno y firme, tratando de enfrentar la crisis. Con su partida nos sentimos aún más desprotegidos, con la certeza de que estamos perdiendo la batalla.
Y así deben sentirse los vecinos de un barrio de la ciudad de El Alto que, en un acto desesperado, deciden cerrar sus calles con alambre de púas, inútil cerco frente a la amenaza del virus y frente al incremento de asaltos contra transeúntes a plena luz del día.
Y así nos acostamos cada noche buscando para conciliar el sueño, con el temor de que, al día siguiente, nuestros mensajes de celular nos anuncien la muerte de nuevos seres queridos, porque poco a poco las estadísticas de la televisión ya no son números, sino son amigos, familiares y compañeros de trabajo.
Son días oscuros que no parecen tener fin. El desgobierno no tiene límites y nuestro sistema de salud se revela en toda su miseria. La indignación y la rabia nos ahogan. Son tiempos frente a los cuales resuena la voz de César Vallejo: Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma… ¡Yo no sé! (…) Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas; / o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
Lourdes Montero es cientista social.