Santa Sofía: retorno controvertido al Islam
La primera vez llegué casi a pie a Estambul junto a un puñado de condiscípulos del London School of Economics, allá por 1960 cuando esa bella ciudad mitad asiática, mitad europea no contaba ni con medio millón de habitantes. Desde entonces soy visitante reincidente de la metrópoli turca donde inefablemente rindo reverencia a Aya Sofia, la soberbia basílica construida por Justiniano en 537 a.C. para el culto ortodoxo en la antigua Constantinopla. Luego, sería convertida en catedral católica de 1204 a 1261 durante el periodo bizantino que, ante la caída de esa capital imperial ocupada en 1453, por Mehmet, el conquistador, es transformada —a su vez — en mezquita hasta que en 1934 Mustafá Kemal (Attaturk) instaura la República impulsando un proceso de modernización que también toca a Aya Sofia al adaptarla en museo acorde con su concepción del Estado laico. Así fue como por 86 años esa joya arquitectónica era visitada por millones de turistas y en ese marco fue declarada por la UNESCO como patrimonio de la Humanidad, considerado como símbolo de la tolerancia mutua entre el mundo cristiano y el Islam.
Por ello, la decisión del presidente turco Recep Tayyip Erdogan adoptada el 10 de julio pasado de revertir ese sacro lugar como mezquita para la comunidad musulmana, ha provocado un tsunami de protestas en todo el planeta, comenzando —obviamente— por su tradicional enemigo griego, portaestandarte de la Iglesia Ortodoxa, pasando por Rusia cuyo clero es ávido partidario de Putin y por Francia que emitió enérgico reclamo. Amén de otros países cristianos e incluso, musulmanes.
En cambio para Erdogan, la medida es histórica, cuando proclama que “Turquía se ha desembarazado de una vergüenza, la resurrección de Aya Sofia es un presagio para la liberación de la mezquita Al-Aqsa en Jerusalén “. Preludio de conflicto con Israel.
Por su parte la Unión Europea y particularmente la UNESCO han advertido su desacuerdo con la medida. En efecto, siendo Aya Sofia un sitio declarado como patrimonio de la Humanidad y habiendo Turquía suscrito la convención respectiva, la soberanía que invoca Ankara no tiene lugar y dará origen a agrias disputas dentro de esa Organización.
Inútil anotar que Erdogan con ese paso ha fortificado su influencia en los círculos más conservadores de su país, desplazando al kemalismo más proclive a forjar una imagen pro europea y occidental. Hoy, está claro que para Erdogan el Imperio Otomano será el modelo de la Turquía moderna, al conmemorarse el centenario del Tratado de Sevres (10 de agosto de 1920) considerado por los turcos, como una profunda humillación. Paralelamente, Erdogan acaba de suscribir un memorable pacto de alianza con Faiez Serraj, jefe del gobierno del acuerdo nacional (GAN) en Libia, connubio que cambiará el balance estratégico en el Norte de África y en el Mediterráneo oriental. Con ese convenio se institucionaliza la intervención militar turca, presente ya en Tripolitania para mitigar los avances del Mariscal Khalifa Haftar, fuerte en Cirenaica, en la guerra civil que se libra allí. Sin embargo, la ambigüedad de su política externa muestra que su pertenencia a la OTAN no le impide dotarse de armamento militar en Rusia. Aquellos vaivenes no ayudaran a la sempiterna aspiración de Turquía de devenir algún día miembro de la Unión Europea.
No obstante, Erdogan tiene una baza en el ajedrez geopolítico: su trato con los europeos de contener la avalancha migratoria africana que les preocupa, no como un gesto romántico del versátil sultán, sino por los miles de millones de euros que recibe por ese servicio.
Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia