Icono del sitio La Razón

Estado de No-Estado

Bolivia ha pasado de ser un “Estado-de-no-derecho”, como alguien lo ha calificado, a convertirse en un No-Estado. ¿Qué otra cosa podemos llamarle a la situación actual de cosas, en las que el Estado boliviano ha perdido legitimidad, capacidad de interlocución, capacidad de acción y hasta razón de ser y sentido de existencia?

La teoría política más básica nos enseña que el Estado se sustenta en un pacto social, en el cual gobernados renuncian a ciertas libertades a cambio de la protección de ciertos derechos: el derecho a la vida y la salud; el derecho a elegir y ser elegido; el derecho a la educación; el derecho a la libertad, la dignidad y la propiedad.

Desde marzo hemos perdido el derecho a la salud —el Estado no ha cumplido con su función de garantizar a los ciudadanos el acceso a los hospitales, a las pruebas de diagnóstico, a los respiradores, a los medicamentos más básicos y hasta a una manera digna y accesible de ser enterrados. Es de una hipocresía despreciable culpar a los bloqueos de ahora de unas carencias que llevamos soportando desde hace meses, y que son resultado de la falta de planificación, de la ausencia de empatía, de la corrupción más abyecta y del interés de que la emergencia beneficie económicamente a los privados.

Desde noviembre de 2019 hemos perdido el derecho a elegir a nuestros gobernantes —el Estado ha incumplido su obligación de garantizar un proceso democrático, que dirima pacíficamente las diferencias entre los ciudadanos. El 3 de mayo, fecha prevista para las elecciones nacionales, Bolivia reportaba un total de 1.352 casos de COVID-19, y sin embargo la pandemia fue motivo para suspender los comicios y arrastrarnos a un conflicto que ahora parece no tener salida.

Desde los primeros días de este mes hemos perdido el derecho a la educación —el Estado ha claudicado en su responsabilidad de proporcionar una formación universal y gratuita, y ha decidido que cada quien haga lo que quiera y se eduque como pueda. En los hechos, la clausura del año escolar ha significado la privatización de la educación en Bolivia. Los colegios particulares siguen dando clases a quienes pueden pagarlo, y los que no pueden pagar no importan. 

Desde hace algunas semanas de manera más abierta y evidente (aunque el proceso empezó en octubre) el Estado ha perdido también el monopolio del uso de la fuerza, que de acuerdo a la Constitución opera de forma legal solo en ciertas circunstancias. En el No-Estado boliviano, grupos de vigilantes autoproclamados andan por calles y carreteras en motocicleta, aplicando a la fuerza sus propias interpretaciones de las leyes. En Santa Cruz, esos grupos armados han dejado un reguero de heridos a bala, quienes además no se han atrevido a presentarse en hospitales por miedo a mayores represalias. En Cochabamba, grupos de motociclistas no solo persiguen y golpean a ciudadanos (ensañándose cobardemente con mujeres de pollera) sino que se dedican a asaltar farmacias, mientras la Policía los protege —y hay quien dice que además los provee de implementos.

El derecho a la dignidad y al respeto se ha perdido hace tiempo, y el Estado no solo es indolente frente a discriminaciones e improperios, sino que encumbra a racistas en el gabinete. Quienes se hacen llamar “gobierno moral de Santa Cruz” consideran a sus conciudadanos “bestias indignas de ser ciudadanos”, la propia Presidenta los llama “salvajes” y su ministro de Gobierno propone que “meter bala” es la salida políticamente correcta para el conflicto.

Ante ese No-Estado, incapaz de cumplir con su parte del pacto social que le ha dado origen, ¿debería sorprendernos que la sociedad se movilice, se organice y demande un cambio?

Verónica Córdova es cineasta.