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¿Vamos a creernos el relato?

Horas antes de la masacre de Senkata, como llamó la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), un periodista especuló en sus redes sociales sobre la posibilidad de la “voladura” de una planta en El Alto, cuyo impacto alcanzaría unos cinco kilómetros a la redonda. La posibilidad causó impacto en los medios y en la población. El relato se instaló en el imaginario.

Bastó un link de Wikipedia para generar pánico antes de la represión policial del 19 de noviembre de 2019. Miles de alteños se encontraban movilizados contra el gobierno recién inaugurado de Jeanine Áñez y por la vuelta del dimisionario Evo Morales.

El Gobierno denunció que la intención de los movilizados tenía ese objetivo: volar la planta. Luego de días de bloqueos de la zona, que impedían la salida de carburantes para el abastecimiento de las ciudades de La Paz y El Alto, no tardó en señalar que la protesta era sediciosa y terrorista.

Al amparo del Decreto Supremo 4078, las Fuerzas Armadas, con el resguardo de la Policía, movilizó sus contingentes a la zona de conflicto, como lo había hecho cuatro días antes en Huayllani, en Sacaba (Cochabamba). El saldo de la intervención en ambas zonas de movilizaciones fue una treintena de fallecidos, centenares de heridos y familias devastadas.

Hace unos días, el ministro de Defensa, Luis Fernando López, repitió el relato: “En noviembre (de 2019), en la peor época de la democracia, las Fuerzas Armadas no dispararon ni un cartucho; ningún fallecido fue a causa de la Policía o las Fuerzas Armadas”.

Lo mismo había dicho el ministro de Gobierno, Arturo Murillo, quien incluso culpó de las muertes a los propios manifestantes, que, en su criterio, se dispararon entre sí. Otro relato.

No hay instancia del Estado seria que valide la apreciación ni hay posibilidad de que las investigaciones tengan éxito, salvo resultados de instituciones externas, como la CIDH, que concluyeron que en ambos casos hubo represión del Estado, con el saldo lamentable, que el Gobierno se resiste a aceptar.

Si no hubo intervención policial-militar que hubiera tenido tan triste desenlace, ¿por qué Áñez firmó el decreto que liberaba de acciones penales a los militares? Basta leer el fin de la norma ahora abrogada.

Entonces, el Gobierno afirmó que había propiciado la “pacificación” del país. Cierto, las movilizaciones cesaron, pero el miedo comenzó a cundir, como la necesidad de justicia o el esclarecimiento de las muertes.

Casi nueve meses después, la historia se repite. Esta vez, el relato es la falta de oxígeno a causa de los bloqueos de la COB y el Pacto de Unidad. Cierto, las protestas impidieron el traslado del insumo medicinal para pacientes con COVID-19 en La Paz, Cochabamba y Oruro.

Pero oxígeno, como medicamentos, no había desde principios de julio, cuando las familias comenzaron a comprar balones y hacer filas en tiendas del elemento vital, y el Gobierno declaró prioridad nacional su provisión el 31 de julio, tres días antes de que los bloqueos comiencen.

Este último conflicto, contra la postergación de las elecciones, terminó con una ley sancionada en la Asamblea Legislativa y luego promulgada por Áñez. Sin embargo, la mandataria, que nunca se había reunido con los movimientos en conflicto, se atribuyó la solución de la crisis. Otro relato.

Ahora, Áñez, como sus ministros, dice que fue la “segunda pacificación”. Y el ministro Murillo afirma que esa resolución de la crisis tampoco fue con un solo tiro.

¿Vamos a creernos los relatos? Que las obsesiones no nos nublen; los asuntos sensibles suelen tener un efecto falso, pero potente, para esconder la realidad.

Rubén Atahuichi es periodista.