Icono del sitio La Razón

Violencia en la ciudad

La violencia es una presencia intrusa en la ciudad. Una energía perversa que logra romper la paz de la vida cotidiana y la seguridad que debiera acompañar el caminar del habitante por las calles de una urbe.

Con una forma bastante errada de explorar, enardecer y expresarse, algunos grupos de la población demostraron su malestar con los actos más extremos y apoyados en la fuerza de sus reivindicaciones. Los dirigentes que organizaron concentraciones sociales no solo alentaron a que los adeptos de cierto partido político hagan gala de su efervescencia descontrolada, sino que los entregaron de lleno al peligro que vive el planeta gracias al contagio del coronavirus.

Algo implacable e inaudito que lleva a confirmar que esa gente aún no ha comprendido que vivimos en tiempos de pandemia, que nuestra libertad de movimiento es limitada y que se deben evitar las reuniones multitudinarias. Una situación que puede terminar con un saldo lamentable de fallecidos. Prácticamente, eso fue lo que sucedió hace algunos días en la ciudad de El Alto, donde ni el distanciamiento ni el uso de barbijos estuvieron presentes, y además las expresiones de sus participantes mostraron actitudes muy inclinadas hacia la violencia.

Por donde se vea, una manera equivocada de manifestar las demandas, ya que la desesperación del momento actual —seguramente alimentada por la falta de ingresos económicos— fue matizada con hostilidad y tensión que solo lograron estremecer por su nivel de agresividad. Una lamentable forma de abordar, por parte de los dirigentes, los puntos más sensibles de la población vulnerable.

Lamentable fue ver cómo un grupo de personas que ni siquiera se conocen o se vieron antes, se reunieron no por ideales, sino para apoyar a un partido político con el que se identifican pero que casi siempre olvida sus promesas el momento que está en el poder.

Lo preocupante también fue observar que aquellos simpatizantes estaban dispuestos a enfrentarse cuerpo a cuerpo con las fuerzas del orden, sin recordar que esa situación los ponía a merced del COVID-19. No cabe duda que esos grupos constituyen fragmentos del sentir enardecido y que generalmente su violencia se traduce en una agresión a su misma ciudad.

El espacio público de las calles representa, en ese sentido, un orden de visibilidades que señalan una pluralidad de perspectivas inmersas en la profundidad de los hechos que tienen lugar en estos tiempos de coronavirus. Dichas interacciones revelan, por otra parte, el movimiento acelerado del resto de la ciudadanía, que pareciera no tener interés en detener su andar, pues la valoración del tiempo exige la prisa por llegar a su destino.

La reflexión sobre el peligro que significan los lugares donde se concentran grupos de personas para apoyar a un partido político, debiera llevar a preguntarnos: ¿No será necesario ejercer mayor control sobre ese tipo de manifestaciones que derivan en violencia masiva, toda vez que juegan con la vida del habitante?

El lenguaje corporal y los hechos en escena que se muestran como parte de las reivindicaciones sociales incorporan muy frecuentemente la violencia, a tal punto que las concentraciones se traducen en un intercambio de actos condenables que no siempre se sabe en qué terminarán.

A propósito de este análisis, Durkheim afirmaba que “la violencia es un recurso cultural extremo que puede ser convocado en cuanto la población percibe el peligro de verse disuelta por las tendencias centrípetas que experimentan”.

Patricia Vargas es arquitecta.