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¿Para qué sirve la escuela?

La respuesta varía enormemente dependiendo a quién preguntas.     Los chicos y chicas que se han visto privados de acceder a ella desde marzo tienen sentimientos encontrados. Para los que se sienten liberados, la escuela es una prisión que reprime sus ideas, persigue sus identidades y los obliga a repetir consignas que no les interesan. Para los que se sienten apenados, la escuela es un lugar de encuentro, donde conocen a sus amigos y parejas, donde asimilan las reglas más dulces y dolorosas de la convivencia entre seres humanos.

Los padres y madres que han visto cancelarse el año escolar tienen sentimientos encontrados. Hay quienes sienten que han perdido la única escalera que puede sacar a sus familias de la discriminación y la pobreza. Para miles de familias campesinas, obreras o gremiales, la ilusión de un hijo profesional es un enorme acicate que permite soportar todas las penurias. La escuela, el colegio, la universidad son puertas de ingreso a una mejor vida, si no para ellos por lo menos para generaciones venideras. Para esas familias, la escuela fiscal, pública y gratuita es más que un derecho: es una esperanza.

Hay también padres y madres que han visto la clausura del año escolar con cierto alivio. Son aquellos que, guiados por la idea de que la educación abre las puertas a la meritocracia, hacen sacrificios económicos para inscribir a sus hijos en colegios particulares. Son aquellas que, apretadas por la crisis, han demandado una reducción del monto de las pensiones. Son aquellos que han criticado las clases virtuales porque les implican erogar dinero adicional en internet para que sus hijas estudien. Son aquellas que entienden que unos meses sin clases no va a dañar irreparablemente la educación de sus guaguas, mientras aprueben el año no hay de qué preocuparse.

Hay familias que no han visto ni sentido gran diferencia a partir de la clausura, porque sus hijos siguen pasando clases virtuales en colegios privados que les han dado pocas posibilidades de resistirse. Con cierto disimulo, los directores han planteado que, si abandonan el curso ahora, tendrán pocas opciones de mantener su plaza el próximo año. Es un tema que da para pensar: con los conflictos que se han generado entre colegios y padres, además de la profunda crisis económica, es muy probable que la demanda de plazas en los colegios fiscales se dispare hacia arriba el año que viene. Dudo que el Ministerio de Educación esté preparado para esa contingencia.

De hecho, el Ministerio de Educación no ha previsto, planificado ni solucionado ninguna contingencia emanada de la pandemia, o de la súbita expansión de su responsabilidad al haber asumido la cartera de culturas.

Quedan pendientes la batalla en instancias judiciales por la “anulación de la cancelación” y la iniciativa de la Asamblea Legislativa para garantizar el derecho a la educación. Como diría Adela Zamudio: permitidme que lo dude. El Gobierno de facto nos ha demostrado su interés en defender solamente los intereses de sus socios (banqueros, agroindustriales y empresarios privados —incluyendo quienes lucran de la salud, de la educación y de las comunicaciones). Reinstaurar la educación no está dentro de sus planes, proteger la cultura no está dentro de sus prioridades.

¿Para qué sirve la educación? Para liberar, para pensar, para crear, para transformar, para revolucionar. Por eso no es de asombrarse que este gobierno haya cancelado la educación, así como eliminó el Ministerio de Culturas. Nada es gratis, alguien tiene que pagar —dijo el ministro Cárdenas. En Bolivia la educación es fuente de esperanza. Y cancelar la esperanza tendrá su costo para quien lo haga.

Verónica Córdova es cineasta.