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‘Pititas’ en Bielorrusia

La función diplomática tiene —a veces— sabores amargos y, uno de ellos me tocó vivir en 1996, cuando llegó a París, en visita oficial, el autócrata (que en la época no lo era tanto) bielorruso Alexandre Lukachenko, recién estrenado como dictador en ciernes. Por azar de las circunstancias tuve que entregarle en sus callosas manos la medalla de la Unesco, con la que se retrató festivamente en la sede de su embajada.

Era fornido hijo de la tierra, con inocultable aire campesino, mostacho estilo hitleriano, apuraba las copas de champagne, ante la vista admirativa de su séquito y la paciencia de su intérprete que adornaba —con esfuerzo— la prosodia de su discurso. Pocos hubieran apostado que aquel novato aprendería con tanto rigor el método estaliniano de la conservación del poder. El 9 de agosto pasado, deseaba reelegirse por sexta vez, luego de un cuarto de siglo apoltronado en la silla presidencial. En su intento, montó un fabuloso fraude cuyo escrutinio le otorgó la victoria con 80% de los votos, frente a Svetlana Tsikhanouskaya (37), única contrincante, que recogió el 10%. La protesta de la ciudadanía no se dejó esperar y las calles capitalinas de Minsk y de Brest, Grodno, Moguiliov, Gomel en provincia, desde entonces, se llenan de miles de manifestantes que vociferan su descontento. Las fuerzas de seguridad reprimen con la acostumbrada energía empleada en pasadas ocasiones similares, pero ahora la arremetida del pueblo los asusta.

La analogía de esos eventos, con la revolución de las “pititas” ocurrida en octubre/noviembre pasados, en Bolivia, es singular. Fobia antiprorroguista por la longevidad en el cargo, la burda personalidad de ambos dictadores, las manipulaciones constitucionales, la corrupción encubierta y, sobre todo, el montaje de descarados fraudes, particularmente en centros rurales de difícil control opositor.

Presa de pánico ante la embestida popular, Lukachenko apeló a su reacio socio Vladimir Putin, con quien las relaciones son vidriosas por el rechazo de Bielorrusia a amalgamarse con Moscú en una sola entidad estatal. Es decir, quería inducirlo a una intervención de salvataje, como aconteció en Ucrania o en otros países de la ex órbita soviética. Putin, cauto, juega la carta neutral, con tibios comentarios, por cuanto los rebeldes no han manifestado ningún sentimiento hostil antirruso. La posición geográfica del país hace que sea una presa geopolítica codiciada por Occidente, porque, no obstante que Minsk es parte de la Unión Económica Euroasiática, receptora de ayuda financiera, el autócrata siempre ha mantenido coqueteos con la Unión Europea. Por ello, Bruselas no tardó en expresar su condena ante la represión y su franco desconocimiento al triunfo de Lukachenko. Paralelamente, Estados Unidos también observó idéntica postura, aunque con cierto tiento, explicable por la actual atmósfera preelectoral. Las movilizaciones de masa, con huelgas y kilométricas cadenas humanas, continuarán hasta conseguir la salida del sátrapa, como último objetivo. Entretanto, se exige la liberación de prisioneros, el fin de la represión, proceso contra los manipuladores del fraude y la convocatoria a nuevos comicios.

Entre las semejanzas con la rebelión boliviana se podría añadir cierta pasividad del estamento militar que, ante la magnitud de la protesta, prefiere adoptar una postura institucional sin comprometer su lealtad con la persona del tirano. Si Evo Morales acusa al imperialismo de querer adueñarse del litio, Lukachenko clama que Washington aspira crear un “cordón sanitario” alrededor de la Federación Rusa que incluya, además los países bálticos. Una intriga que nadie apoya.

Hasta el momento de escribir estas líneas, aún es difícil apostar por el colofón en uno u otro costado. No obstante, la orfandad de Lukashenko, pareciera ser tan abismal como la de Evo Morales.

Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.