Narrativas
Una de las consecuencias funestas de la comunicación por redes es la velocidad con la que se imponen consignas: esas formas del discurso que movilizan sin resistir un mínimo análisis. ¿Para qué estudiar estadísticas, revisar datos, confrontar ideas, analizar tendencias o profundizar argumentos, si se puede responder con una frase hecha que, a fuerza de repetirse, se convierte en verdadera?
“Fraude monumental” es un ejemplo de consigna, repetida hasta la náusea tanto por internautas sueltos de lengua (o de dedo, para ser más precisos) como por políticos, analistas y periodistas —si es que podemos seguir llamando así a algunos de ellos, puesto que no solo por trabajar en un medio de prensa adquieres el derecho a considerarte miembro de ese valioso gremio. Nadie, entre quienes defienden la teoría del fraude, ha presentado pruebas al respecto —más allá de unas hojas de Excel sin más fundamento que el deseo autocumplido. Por el contrario, universidades, instituciones y científicos de prestigio internacional han demostrado una vez y otra que el “monumental fraude” no es más que la excusa que allanó el camino para el golpe de Estado. Pero ¿para qué tomarse la molestia de leer un informe, si descalificarlo sin análisis permite justificar el papel que cada quien ha jugado en los eventos?
“Querían volar la planta de Senkata” es otra consigna que se repite para justificar una masacre de compatriotas. Ninguna de las imágenes filmadas en esas horas aciagas muestra esa intención por parte de los vecinos de la zona. Por el contrario, lo que se ve son personas derrumbando un muro con la fuerza de su sola desesperación. Lo que se ve son helicópteros y aviones volando bajo, sembrando terror; y lo que se ven son soldados y policías disparando a quemarropa. Pero ¿por qué creer las minuciosas investigaciones y dictámenes de organismos internacionales de derechos humanos, si repetir una frase me salva de ser encubridor de esas muertes?
“Tú no sufriste el terror de pasar la noche en guardia, para evitar que vengan a saquear tu barrio” argumentan algunos cuando se les cuestiona su silencio o su apoyo en las redes. A pesar de mucha indagación, todavía no he escuchado ni un solo testimonio de alguien cuya sacrificada vigilia haya sido más que una falsa alarma. La tarde del 11 de noviembre de 2019, la edición digital de Página Siete publicaba: “Una turba de ponchos rojos, de hombres y mujeres al grito de guerra civil, se aproximan al centro de la ciudad de La Paz”. Huelga decir que ninguna movilización de ponchos rojos llegó a la ciudad, porque ninguna venía. Por la noche, en mi calle de Miraflores los vecinos desesperados tocaban uno a uno los timbres de las casas, llamando a gritos para que salgamos a “defendernos”. Con fogatas y barricadas histéricas se respondía a los mensajes que llegaban de madrugada: “ya están viniendo los ponchos rojos, salgan con palos”, “están bajando de las Villas”, “ya están cruzando el Puente de las Américas”. Nadie vino, nadie estaba viniendo. Solo creer la verdad de esas afirmaciones es una muestra de racismo.
“Cuarenta muertos a causa de la falta de oxígeno” es otra de esas consignas que dejan de ser especulaciones a fuerza de repetirse. Esos 40 bolivianos que ya no están entre nosotros son tan lamentables como los otros 7.691 que murieron por falta de respiradores, de atención hospitalaria, de medicamentos, de oxígeno, en fin: de una mínima gestión gubernamental durante la pandemia.
Una de las consecuencias funestas de la comunicación por redes es que nos empuja a un radicalismo binario que se sustenta en nada más que consignas, insultos, imágenes grotescas. A eso se ha reducido el debate ciudadano. Qué pena.
Verónica Córdova es cineasta