Volver a empezar
Me parece que no soy el único que siente que estamos viviendo uno de esos momentos en que las certezas se van desvaneciendo, en los que se va imponiendo una radical incertidumbre en múltiples aspectos de nuestras vidas y de la comunidad que nos acoge. Sentimos que muchas pautas, comportamientos e instituciones que nos permitían funcionar ya no responden más y sobre todo que no hay señales de que pueden restablecerse ni siquiera en el mediano plazo. Esa es la acepción más corriente de crisis.
Lo interesante es que los desajustes que enfrentamos no solamente se alimentan de las contradicciones y problemas nacionales no resueltos, sino también de las transformaciones planetarias que ha desencadenado la pandemia y la brusca mutación del ciclo globalizador que se inició hace ya más de 40 años. La crisis boliviana parece pues coincidir y, por tanto, debe ser también analizada en relación con las dislocaciones que están sufriendo la política, la economía y los comportamientos sociales en todo el mundo.
Así pues, no parece tan fácil intentar aplicar un liberalismo aperturista en este centro del continente, como respuesta a su estancamiento, cuando en el mundo se está imponiendo el nacionalismo económico y un agresivo mercantilismo tecnologizado. O pensar que se puede volver a la buena, conocida y vieja política corporativa, cuando las redes sociales y la fragmentación e individualización de la sociedad multiplican los actores a considerar, implosionan el campo mediático y obligan a repensar los instrumentos de la gobernabilidad.
Son tiempos en que tenemos, pues, que reinventarnos, no para estar a tono con alguna moda intelectual, sino para sobrevivir en medio de las tempestades que se perfilan en el horizonte. Entender esos cambios estructurales sobre los que casi no tenemos control, comprender cómo nos afectan concretamente en las decisiones sobre la reactivación económica, el manejo de conflictos sociales o la renovación de la democracia es la agenda que debería inspirarnos.
Desde hace varios meses, he llegado a la conclusión que la conjunción entre los profundos desequilibrios políticos e institucionales que se evidenciaron en noviembre de 2019 y la aceleración de la crisis económica y social en medio de una pandemia pésimamente manejada, nos han proyectado a un nuevo mundo, peligroso, pero a la vez fascinante si no morimos en el intento de adecuarnos a él. La crisis parece habernos movido la cancha, para empezar con sus impactos imprevisibles en el ámbito electoral, y será un dato de nuestra realidad por varios años más.
Podemos decir entonces, a días de la jornada electoral del 18 de octubre, que ya no hay retorno, ni a la Bolivia de la hegemonía masista, ni, aún más, al mundo jurásico de la democracia pactada del siglo pasado. Lo cual obviamente no implica que los representantes de esas fuerzas puedan gobernarnos, sino que no podrán hacerlo de la misma manera que antes. No solamente porque ya no hay muchas certidumbres ideológicas o políticas en medio de la crisis en que estamos viviendo, sino sobre todo porque los monstruos que debemos combatir y las fuerzas que nos ayudarán a recomponernos nacieron, mutaron y crecieron en estos últimos 10 o 15 años.
De eso y otras obsesiones tratará esta columna, de la política entrelazada íntimamente con la economía, de la conversación sobre ciertos cambios, varios imprevisibles, en el mundo local y global que nos obligarán a adaptarnos ya sea a palos o con inteligencia y de la necesidad de incentivar el dialogo sobre la manera de enfrentar esas turbulencias con mayor efectividad. En suma, de pensar cómo se van equilibrando la “fortuna” y la “virtud”, en términos de Maquiavelo, de manera que la política no sea esa cosa fea que nos disocia y nos impide resolver nuestros problemas, sino una construcción colectiva de capacidades para que el desorden que nos espera no dure mucho y para que el mundo que vamos a (re)construir sea mejor que el que estamos despidiendo. Gracias a La Razón por acogerme.
Armando Ortuño Yáñez es investigador social.