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Nuevamente, nada es lo mismo

Bolivia es, hoy, un país en el que se ha vuelto muy fácil decir la palabra fraude. Y, tras lo ocurrido esta última semana, es posible pensar que esa palabra ya no hace referencia solamente a un cúmulo de acciones planificadas para revertir los resultados de la voluntad popular en un determinado proceso electoral, sino más bien se puede decir que su fácil evocación es un síntoma claro de un desborde del léxico democrático.

Para consolidar la ruptura de la institucionalidad democrática era necesario ponerle en frente una idea en torno a la voluntad popular que la pudiera hacer tambalear. La repostulación del expresidente Morales, en irrespeto a la votación del referéndum de 2016, puso en bandeja la excusa perfecta para que gran parte de la ciudadanía, indignada, se volcara a las calles optando por pasarse por encima las instituciones que habían posibilitado ese hecho. Pero entre 2016 y 2019 habían pasado tres años y en la sociedad global hiperdigitalizada, donde cada segundo ocurre un hecho que es un mundo semántico en sí mismo y que, si nos involucra, puede acabar con todo nuestro espectro emocional en segundos, era difícil que una simple reavivación de un discurso como el del 21F pudiera remover tan a fondo las emocionalidades para exacerbarlas al punto de movilizarlas en 2019. Por eso era necesario un nuevo dispositivo discursivo, uno que permitiera rememorar el malestar por una ilegítima repostulación pero que, a la vez,  pudiera dar una estocada final a la paciencia democrática: dejar el centro, abandonar la institucionalidad. Ese nuevo dispositivo discursivo fue la palabra fraude y conllevó toda una narrativa posterior que se fue construyendo incesantemente, por varios poderes políticos y mediáticos, a través de los siguientes meses.

Los dispositivos discursivos pueden llegar a tener el efecto inmunitario al que Roberto Esposito hace mención cuando se refiere a la lógica de la biopolítica. Esto es que, a reserva de la fe con la que se inserta un dispositivo discursivo en un determinado conflicto, su inserción en un grado insoportable puede llevar a causar el efecto contrario. Una causa, al ser excedida en su objetivo, puede llegar a volverse contra ella misma.

La estrategia de hacer de la palabra fraude el núcleo para una extensa e insistente narrativa, junto al uso de otras palabras para la estigmatización continua y desenfrenada de un grupo político, terminó desbordando los propios bordes semánticos de estas palabras que, ante los hechos políticos registrados el pasado domingo, se están volviendo desechos semióticos que existen pero ya no dicen ni significan nada.

Los unos la resignifican para engalanar su victoria, señalando que en este país el triunfo es de aquellos que fueron llamados machaconamente “bestias humanas” y “salvajes”. Y los otros la usan a conveniencia para justificar su derrota, arguyendo que todo lo que no pueden entender tiene por nombre: fraude.

Ah, las palabras, esas que quedan por llenar de significado y estas que se están vaciando. Tantas de ellas que deberemos desechar, inventar y resignificar. Ya lo ponía como desafío el más grande de los ángeles poetas: “La lágrima fue dicha (…) Después de haber hablado, de haber vertido lágrimas, silencio y sonreíd: nada es lo mismo. Habrá palabras nuevas para la nueva historia y es preciso encontrarlas antes de que sea tarde”.

Verónica Rocha Fuentes es comunicadora. Twitter: @verokamchatka