¿A cuántos estadounidenses matará Ayn Rand?
Hace mucho tiempo, en una nación muy muy lejana (en realidad, apenas la primavera pasada), muchos conservadores menospreciaron el poderío del COVID-19 y calcularon que solo causaría problemas en Nueva York. Es cierto que en los primeros meses de la pandemia el área de Nueva York, que fue el puerto de entrada para muchos visitantes infectados provenientes de Europa, sufrió un fuerte embate. Sin embargo, concentrar en Nueva York las acciones en respuesta a esa acometida también ayudó a respaldar la retórica de derecha sobre una “matanza estadounidense” causada por los terribles males de las ciudades densamente pobladas y diversas. Los estados rurales blancos se creyeron inmunes.
A fin de cuentas, Nueva York controló el brote viral, en gran parte gracias al uso generalizado de cubrebocas, y en este momento esa “jurisdicción anarquista” es uno de los lugares más seguros del país. Con todo y que existe un preocupante repunte en algunos barrios, en especial en comunidades religiosas que no han respetado las normas de distanciamiento social, la tasa de positividad de la ciudad de Nueva York (la fracción de pruebas que muestran la presencia del coronavirus) se ubica apenas por encima del uno por ciento.
Por desgracia, justo cuando Nueva York logró contener su pandemia el coronavirus se disparó fuera de control en otras áreas del país. Observamos un mortífero repunte durante el verano en una extensa zona del Cinturón del Sol. En este momento, el virus se propaga con rapidez por una vasta extensión del Medio Oeste; es posible que las Dakotas, en particular, sean ahora los lugares más peligrosos de Estados Unidos.
El fin de semana pasado, Dakota del Norte, cuyo promedio diario de casos nuevos de coronavirus superó los 700, solo tenía 17 camas disponibles en sus servicios de terapia intensiva. Dakota del Sur, por su parte, tiene una aterradora tasa de positividad del 35%. Aunque la tendencia es que las muertes vayan desfasadas con respecto a las infecciones y hospitalizaciones, en este momento ya se registran más muertes en las Dakotas que en el estado de Nueva York, cuya población equivale a diez veces la población combinada de las Dakotas. Lo peor es que hay muchas razones para temer que la situación empeore conforme las temperaturas más frías obliguen a las personas a permanecer en espacios interiores y la COVID-19 interactúe con la temporada de resfriados.
¿Pero por qué sigue pasando esto? ¿Por qué Estados Unidos sigue cometiendo los mismos errores?
El desastroso liderazgo del presidente Donald Trump, por supuesto, es un factor importante. No obstante, también culpo a Ayn Rand o, de manera más generalizada, a una interpretación distorsionada del liberalismo libertario, una malinterpretación del concepto mismo de libertad.
Si le ponemos atención a las frases que usan los políticos republicanos ahora que la pandemia arrasa sus estados, se percibe una gran negación de la ciencia. La gobernadora Kristi Noem, de Dakota del Sur, ha adoptado por completo la ideología de Trump: cuestiona la utilidad de los tapabocas y alienta la realización de eventos que podrían ser superpropagadores (el festival de motocicletas de Sturgis, que atrajo a casi medio millón de motociclistas a su estado, quizás haya sido clave para disparar el número de infecciones virales).
Claro que también se escucha mucha retórica libertaria, comentarios sobre la “libertad” y la “responsabilidad personal”. Incluso los políticos dispuestos a decir que la gente debería cubrirse la cara y evitar las reuniones en interiores se niegan a aplicar sus facultades para imponer reglas en ese respecto, con el pretexto de que esas acciones deberían ser el resultado de una elección individual.
Qué tontería.
Es cierto que hay muchas decisiones que deben basarse en preferencias individuales. El gobierno no tiene por qué opinar acerca de tus gustos culturales, tus creencias o las actividades que realizas con otros adultos capaces de dar su consentimiento.
Pero rehusarnos a utilizar un cubrebocas durante una pandemia o insistir en reunirnos en grupos numerosos en espacios interiores no puede comparase con la decisión de a qué iglesia asistir. Es más parecido a verter aguas residuales en una presa que les surte agua potable a otras personas.
Aunque parezca increíble, todavía hay muchas personalidades destacadas que no parecen comprender (o no están dispuestas a hacerlo) por qué debemos cumplir con las reglas de distanciamiento social. La principal razón no es que queramos protegernos a nosotros mismos. Si fuera así, por supuesto que sería una cuestión de elección personal. Pero en este caso, más bien se trata de no poner en peligro a otros. Es cierto que usar una mascarilla protege en cierta medida al portador, pero su principal función es reducir las probabilidades de que esa persona infecte a otros.
En otras palabras, en estos momentos cualquier conducta irresponsable es, en esencia, una especie de contaminación. La única diferencia radica en cuán grande es el cambio de conducta necesario. Se puede hacer mucho para controlar la contaminación con solo regular a las instituciones de tal forma que las plantas eléctricas emitan menos dióxido de azufre o exigir que los automóviles tengan convertidores catalíticos. Si bien las decisiones individuales, como preferir papel o plástico, caminar o conducir, no son totalmente intrascendentes, sus efectos son tan solo marginales.
Controlar una pandemia, en cambio, requiere sobre todo que las personas modifiquen su conducta: que cubran su rostro o eviten convivir en bares, por ejemplo. No obstante, el principio es el mismo.
No niego que algunas personas se enfurecen a la mínima insinuación de que deberían soportar algún tipo de molestia en favor del bien común. De hecho, por razones que no comprendo bien, parecen enfurecerse todavía más cuando la molestia involucrada es trivial. Por ejemplo, ahora que el número de estadounidenses que mueren cada semana de COVID-19 ronda los 5.000, Donald Trump está obsesionado con los problemas que parecen ocasionarle los inodoros de bajo consumo.
Pero no es momento de preocuparnos por obsesiones insignificantes. Tal vez Trump se queje de que “lo único que escuchas es COVID, COVID, COVID”. Sin embargo, lo cierto es que el rumbo actual de la pandemia es aterrador. Por eso necesitamos más que nunca tener al mando a políticos dispuestos a tomar en serio el problema.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía y columnista de The New York Times.