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¿Por qué ganó el MAS?

La Reforma Agraria, el voto universal, el boom de Santa Cruz, el crecimiento poblacional y la urbanización, las corrientes migratorias, las nuevas redes de infraestructuras, la revolución de los materiales y de las telecomunicaciones, la participación popular, todo esto ha cambiado integralmente el paisaje social boliviano.

Hace 70 años, este paisaje se parecía más al que había en Bolivia a fines del siglo XIX que al que existe hoy. En el último medio siglo los cambios sociales se han acelerado. No solo se trata de cambios cuantitativos, es decir de la extensión y la multiplicación de elementos modernos en la economía y la vida social. También son saltos cualitativos por la desestructuración de los roles tradicionales de los grupos sociales. El viejo orden boliviano, basado en estamentos raciales y étnicos, ha sido sacudido y transformado, no sin resistencia y trauma.

En este periodo, el estamento indígena ha modificado sustancialmente sus formas de vida previas. Han cambiado sus formas productivas, pasando de la agricultura al comercio y el trabajo urbano asalariado. Han cambiado sus formas de ocupación del espacio, pasando de vivir en las áreas rurales del occidente del país a todas las ciudades y a las áreas rurales del oriente. Han cambiado sus formas de educarse, pasando de un aprovechamiento mínimo a uno mucho mayor del débil sistema educativo nacional. Se ha incrementado su agencia política, por lo que han pasado de ser fuerza de apoyo de otras fuerzas a ser sujetos activos de la vida política nacional. Finalmente, pero no menos importante, los indígenas han cambiado su forma de representarse a sí mismos.

Se trata de un movimiento expansivo de democratización social, que arrastra importantes componentes de autoritarismo a causa de su gestación traumática (en alianzas temporales y luchas con los sectores no indígenas) y debido a que se ha producido en condiciones de escasez material.

Los sectores no indígenas, que constituyen la élite tradicional del país, también han cambiado. Quizá en algunos momentos eligieron oponerse a la “revolución”, pero no pudieron elegir no estar en ella. De atesorar más capitales simbólicos (prestigio familiar), pasaron a atesorar más capitales educativos (títulos académicos). Remplazaron el racismo científico que profesaban por la propuesta del mestizaje cultural como solución étnica de la nación. También se hicieron económica y políticamente más fuertes en el oriente, a causa de la historia demográfica y económica de esta región del país.  

Pese a estos cambios, la élite ha variado muy poco la imagen que tiene de sí misma y de su relación con los indígenas. Esta imagen y esta relación siguen siendo “señoriales”. Su nueva ideología apunta al gobierno de los más educados (“meritocracia”), un proyecto que —pese a los cambios educativos mencionados— sigue siendo censitario, pues se trataría de un gobierno reservado para los sectores no indígenas. 

René Zavaleta explicó el atraso de la élite boliviana con una de sus originales figuras historiográficas: la “paradoja señorial”. Por distintos factores, dijo, la clase dominante nacional no había podido liderar la transformación social que correspondía con sus intereses históricos. A veces había participado de la modernización (“revolución burguesa”), pero generalmente había estado en contra, tendiendo a oligarquizarse, a actuar como “casta” antes que como “burguesía”. Por ejemplo: la clase media dentro del MNR.

La “paradoja” en realidad no es paradójica: se explica simplemente sacando a relucir un interés diferente del económico, el meritocrático. Lo señorial se debe a la imagen de la élite tradicional boliviana de sí misma y su relación con los indígenas. Se debe, entonces, a una rémora ideológica. Un anacronismo que convierte a la élite tradicional boliviana en un grupo social premoderno y antiliberal.

La renovación social de las últimas décadas ha dejado a Bolivia en una situación muy particular. De un lado tiene una élite que, actuando como casta meritocrática, no logra acumular suficiente agencia política en un país marcado por la insurgencia indígena; del otro lado tiene unos sectores indígenas y populares con agencia política de sobra, que, a partir de esta ventaja, niegan o retacean a la élite la suya propia. Esta contradicción, como hemos visto este año, puede producir muchísima violencia.

Solo se me ocurren dos posibles soluciones democráticas. Una: la élite tradicional moderniza su imagen de sí misma y sus relaciones con los indígenas (abjura de la meritocracia). Dos: la contra-élite indígena hace un gobierno que no le arrebata agencia política a la élite y, por eso, va tornándose legítimo para esta. Ninguna es fácil o probable.

*Fernando Molina es periodista