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La Constitución chilena como esperanza

Yo pisaré las calles nuevamente/ de lo que fue Santiago ensangrentada/ y en una hermosa plaza liberada/ me detendré a llorar por los ausentes. Estas palabras vuelven a tener sentido cuatro décadas después de que Pinochet, antes de su retirada del poder, establezca la Constitución chilena como candado para limitar la naciente democracia.

En Bolivia, ocupados en nuestros afanes electorales y pasiones políticas tuvimos poco tiempo para celebrar el nuevo ciclo que Chile ha decidido emprender. El pasado 25 de octubre, siete millones de chilenos y chilenas votaron para reemplazar la Constitución instituida durante la dictadura de Augusto Pinochet. Con 78% de aprobación, la decisión fue que se redacte una nueva Carta Magna y esta sea de responsabilidad de una Convención Constitucional elegida por la ciudadanía. El desafío ahora es que Chile escriba un texto constitucional que no solo avance en derechos sino, sobre todo, genere cambios sustantivos en la organización del poder.

Cuarenta años le tomó a la sociedad chilena modificar el legado de la dictadura. Mientras en Bolivia, con ayunos y rezos, un grupo de desubicados convocan nuevamente los oscuros tiempos de la dictadura militar, la ciudadanía chilena celebra los apabullantes resultados del plebiscito para sacudirse finalmente del pinochetismo. Este momento es comprendido como parte de un largo proceso que se inició hace décadas y tuvo como detonador definitivo las protestas de octubre de 2019 que pusieron en cuestión la profunda desigualdad social que vive Chile.

Según el analista Javier Sajuria, los resultados nos hablan de tres fenómenos en el Chile actual: una polarización de las élites, su aislamiento de las masas y la (re)politización de la ciudadanía. La polarización de las élites parece más evidente en los espacios institucionales como el Senado o el Tribunal Constitucional donde se identifica una distinción entre quienes se inclinan hacia la derecha y quienes lo hacen hacia la izquierda. Esta división y confrontación entre representantes está acompañada de un claro alejamiento entre estas élites políticas y los votantes, lo que conlleva el potencial aislamiento y escasa legitimidad de estos sectores. Desde ya un tiempo considerable, las dirigencias de los partidos políticos tienen una desconexión persistente con la ciudadanía, mostrando brechas con el resto de la población en términos de ingresos, sistemas educativos, acceso a la salud e incluso aislamiento geográfico del resto de la sociedad chilena.

Frente a la falta de intermediación política, la sociedad chilena, sobre todo los jóvenes, han respondido con una (re)politización que todavía no es comprendida desde los partidos políticos y los medios de comunicación masiva. Así, los resultados contundentes del plebiscito parecen mostrar que existe una amplia coalición en torno a la nueva Constitución que logró atraer votantes más allá de los sectores progresistas o de (centro)izquierda. Según datos de las encuestas, detrás de la aprobación se encontraron sectores independientes y hasta un tercio de quienes se identifican con la derecha, ganando en todos los grupos etarios, al igual que en los diferentes niveles de ingreso. Incluso la opción por una nueva Constitución tuvo mayoría entre los evangélicos, un grupo que se asocia a posturas más conservadoras.

El proceso que se viene en Chile es complejo. Lo importante será observar si los actores políticos dan cuenta de esa repolitización y actúan en consecuencia. Será necesario que durante el proceso constituyente la ciudadanía se sienta incluida, sacudiendo los mecanismos de participación e intermediación tradicionales que no gozan de legitimidad. Es el único camino para que la nueva Constitución ayude a superar la actual crisis política chilena.

*Lourdes Montero es cientista social