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El espejismo de la unidad

En 1989, Gonzalo Sánchez de Lozada se encargó de introducir el marketing político como herramienta estratégica para su campaña electoral, luego de recibir la bendición de Víctor Paz Estenssoro y del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) como candidato presidencial. Los estudios de opinión encargados a sus asesores le dieron la respuesta principal acerca del núcleo de lo que debía proponerle al electorado boliviano y fue a partir de ese mapa que decidió ofrecer “doscientos cincuenta mil empleos”. Con esa idea fuerza, y aprovechando lo que representaba su postulación que le cerraría el paso al exdictador Banzer que quería ser presidente democrático, le ganó al general por menos del 1% y quedó apartado del camino gracias a la genialidad del estratega mirista Óscar Eid Franco, que en clave “viveza criolla” inventó la figura del “triple empate” con el objetivo de legitimar la llegada a la presidencia de su compañero y amigo Jaime Paz Zamora.

Durante la llamada Democracia Pactada, los jefes partidarios cerraban acuerdos luego de producidos los comicios, porque sus tiendas políticas estaban asentadas en lógicas autónomas de funcionamiento. Al MNR, ADN y MIR no se les habría ocurrido la necesidad de acordar estrategias preelectorales con el propósito de cerrarle el acceso al poder al favorito de circunstancia, cosa que comenzó a ocurrir en 2014, luego de que el Movimiento Al Socialismo (MAS) ganara por tercera vez consecutiva, superando el 50% de la votación, imponiéndose a sus adversarios con comodidad de goleada.

En lugar de construir proyectos partidarios alternativos consistentes, con proyecciones en el mediano y largo plazo, Samuel Doria Medina con su minúsculo partido, Unidad Nacional, decidió hacer de la actividad política un hecho de aritmética elemental: Solo con la unidad de todos contra el MAS se le podría ganar a Evo Morales. Pues bien, luego de transcurridos seis años de ese convencimiento, queda claro que la mentada unidad solo sirvió para perpetrar un grosero golpe de Estado llevando a la presidencia de manera inconstitucional a la segunda vicepresidenta del Senado, golpe para el que cerraron filas con el respaldo de la Policía Boliviana y las Fuerzas Armadas.

El objetivo de impedir que Evo se repostulara, al haberse pasado por el forro el resultado del referéndum de 2016, produjo esa unidad, nuevamente invocada para las elecciones de este 2020, un año después de utilizado un conteo rápido no oficial como indicio suficiente para instalar la versión de la OEA en sentido de que se había producido “fraude”, al que se le agregaron los demagógicos calificativos de “monumental” y “gigantesco”. Si efectivamente Carlos Mesa, Luis Fernando Camacho y el resto de los golpistas se hubieran creído su propio cuento, les tocaba encarar la campaña para la tres veces pospuesta elección que finalmente dio como ganador a Luis Arce, despojados de ese error de partida que insistió en “el voto útil para ganarle al MAS” o en “soy el único candidato que le puede ganar al MAS… en segunda vuelta”. En otras palabras, los que se unieron para eliminar a Evo de la papeleta admitieron llevar adelante sus estrategias de campaña, convencidos de que iban a perder (Comunidad Ciudadana), y que la derrota ideal sería la de evitar los 10 puntos de diferencia para remontar la ola en el soñado balotaje.

El coronavirus, la corrupción y la soberbia del bien pensante e ilustrado al ni siquiera darles las gracias a quienes se apartaban del camino aunque fuera de manera tardía (Áñez, Quiroga), le facilitaron al MAS la proeza de ganar trascendiendo la impronta de su líder histórico, superando incluso la votación de 2005 en la que el triunfo de Evo contra Tuto fue por paliza, lo mismo que el de Arce contra Mesa. Con una campaña sencilla de encuentros callejeros, cuestionando la gestión de la pandemia y la necesidad de recuperar la economía, sin “guerra sucia” y casi ignorando a sus rivales, Arce Catacora y Choquehuanca Céspedes avanzaron hacia el triunfo sin mirar a los costados.

Endilgarles la culpa a quienes no se bajaron de sus candidaturas para evitar el nuevo triunfo azul admite dos hipótesis: Estrechez de miras o deshonestidad intelectual. El MAS ganó otra vez porque construyó eso que Doria Medina se negó a pensar desde la Asamblea Constituyente, un proyecto que penetrara en el sistema de creencias de los electores: “Nosotros no somos del MAS —dicen— el MAS es de nosotros”.

El 18 de octubre ha quedado nuevamente demostrado que en Bolivia se vota con inteligencia. El país es mayoritariamente plurinacional popular, con una primera minoría de centro derecha que afirma respetar las reglas de juego auténticamente democráticas y una segunda minoría casi fascistoide que toca las puertas de los cuarteles militares y los regimientos policiales porque no puede admitir que su asonada del pasado año haya terminado embarrancándose frente a la legitimidad expresada en las urnas. Deberemos tener, en la tripartita Asamblea Legislativa, una gestión de acuerdos mínimos, ya sin el doble filo de los dos tercios que aplastan equilibrios y contrapesos, y abren las compuertas al golpismo que ha llegado para quedarse como amenaza cotidiana contra el Estado de derecho.

Julio Peñaloza Bretel es periodista.