366 días después
Exactamente, hace un año atrás, el domingo 10 de noviembre de 2019, la plaza Murillo, ícono del poder, estaba vacía, solo las palomas consuetudinarias pululaban libremente. Una imagen desoladora. Una metáfora: la democracia desportillada gracias a una cruzada conspirativa sediciosa que derivó en un golpe de Estado. En el ocaso de esa tarde, horas después que Evo Morales renunciaba a su cargo de presidente de Bolivia, Luis Fernando Camacho, líder de las movilizaciones urbanas que precipitó la renuncia del exmandatario, ingresaba al palacio de gobierno con una biblia y una bandera nacional entre sus manos pregonando que Dios volvía al palacio. Mientras, en otras ciudades bolivianas se quemaba la wiphala.
Dos días después de la renuncia presidencial, en un hemiciclo casi vacío, Jeanine Añez se autonombraba presidenta de Bolivia. Días posteriores se estrenaba con masacres a campesinos y pobres en Sacaba y Senkata marcando así un devenir oscuro para la democracia boliviana: corrupción, persecución política y judicial o, mejor dicho, caza a enemigos políticos.
No solamente para los perseguidos políticos, sino para el pueblo boliviano, este año fue de sobresalto. Esa aura de autoritarismo del gobierno de Áñez alentando a grupos parapoliciales para generar terror, usar el miedo como mecanismo de sometimiento y temor configuró un régimen de terror. Todo ello con el consentimiento del entramado mediático del establishment.
Aquí estriba una de las lecciones más transcendental: los bolivianos, por lo menos la mayoría, reconocen a la democracia como un sendero no solo para canalizar la voluntad del soberano, sino hoy sabemos por carne propia, después de experimentar un régimen autoritario, la paz y la justicia social son partes fundamentales de la democracia.
A esa democracia estropeada luego se vino una pandemia haciendo estragos en el mundo. Una desafortunada combinación histórica. Parecía ser una trama tejida por Allan Poe. Inclusive, en momentos que el grueso de la población estaba en cuarentena para protegerse del coronavirus, el gobierno de Áñez no solo usó este tiempo para su propio festín traducido en el uso discrecional de bienes estatales y saqueo, sino que utilizó el pánico para incrementar su cariz autoritario.
Después de este interregno autoritario, el Movimiento Al Socialismo (MAS) supo recomponerse del golpe de Estado que muchos consideraban una derrota política para este partido y, un año después, retorna al gobierno, pero sin su líder, Evo Morales como presidente. El triunfo electoral contundente del MAS obedece, sobre todo, a la movilización de lo nacional-popular.
Mientras tanto, en la otra orilla política/ideológica, el mal gobierno de Áñez supuso también el fracaso del bloque oligárquico de la derecha, quizás este bloque tenía un momento inmejorable para torcer el “giro a la izquierda” que representa el MAS, pero desperdició ese momento político. Queda solo grupos minoritarios de exaltados y violentos buscando con sus escombros en las calles vanamente torcer la historia. Esos escombros son la metáfora patética de un movimiento que destilla racismo, negando al otro: el indígena que, además, es la mayoría. Entonces, se odia al expresidente Morales y a su partido, porque representan lo nacional-popular. Quizás, la otra metáfora, en otro domingo de noviembre, sea la misma plaza Murillo, pero, esta vez, 366 días después del golpe de Estado, atiborrada de ponchos y whipalas. Allí, miles de indígenas y pobres se confunden en abrazos interminables con el ajayu sosegado festejando la posesión del binomio ganador del MAS.
Yuri Tórrez es sociólogo.