Algunas enseñanzas de dictadura
Una dictadura nos enseña que no hay dato, prueba o evidencia suficiente que pueda con la certeza ciega de aquel que, no habiéndole gustado compartir derechos en un país abundante, todavía pugna por preservar su reinado en un país miserable. Que las convicciones buscan ahondarse antes que ser refutadas y que toda dictadura cumple, de alguna manera, el deseo íntimo de quien no está siendo azotado por el bastón policial.
Enseña que, ni bien se hacen del poder, procuran el más rebuscado etiquetaje en orden de señalar a quien de antemano saben que deben perseguir. Saben, igualmente, que un blindaje mediático es imprescindible para disfrazar de “justicia” todo atropello y de “restitución del orden” todo desfalco. No obstante, tal es su torpeza, que a la par de amenazas y manotazos desmedidos, enarbolan derechos, democracia y libertad sin el menor rubor visible.
De ahí que se devele el hecho fatídico de los militares como quinto poder del Estado y que, en el fondo, ningún partido pueda obviar las botas de cuero en su plan de gobierno. Mismo hecho que saca a relucir en tiempos de excepción, ni más ni menos, al arquetipo del capataz boliviano, ese aire patronal que distingue el andar de ministros y militares como sicariato uniformado en aras de hacer valer la consigna de los grupos de poder.
Nos enseña, asimismo, que no hay mejor tapabocas que un militar en las calles y que al tener una dictadura los mismos rostros que apoyan democracias neoliberales permite dar cuenta que ese tipo de democracias no son otra cosa que dictaduras encubiertas. Sin embargo, y a pesar de lo fatídico del caso, no cabe subestimar la capacidad que tiene un gobierno dictatorial de ampliar y potenciar la agenda política de los perseguidos, pues antes que acallarlos los tonifica.
Valdrá mencionar que los cronistas de las dictaduras del siglo pasado narraron mucho sobre las víctimas (como es razonable), pero muy poco de aquellos que no fueron perseguidos. De esos que, aunque enterados de los atropellos, guardaron recato. En otras palabras, no hablaron del sostén moral y silencioso de los guardados que miraron de palco las masacres y persecuciones. De allí que se desprenda un muy triste aprendizaje: si acaso uno siente que no pasa “nada” o que la justicia justifica el abuso, lo más probable es que el grupo o la clase social a la que se pertenece no está en el banquillo de los acusados, pero no porque no haya escarnio o porque el abuso se justifique.
Sea dicho también, que cuando el poder del Estado es tomado por vía de la intimidación y la fuerza, sin procesos de concertación ni bases sociales, sus operadores develan su angurria en un pillaje desmedido que alguna gente esperaba, hasta cierto punto, tolerar, en tanto los “transitorios” pudieran cumplir con la misión de castigar ejemplarmente a los masistas. Sin embargo, resultó tan abrasivo el robo que hasta los que apoyaron el “escarmiento” se vieron afectados y profundamente contrariados, pues no supieron discernir hasta qué punto ir en contra del capataz podía ser visto como arrepentimiento antes que como expresión genuina de hastío frente al hurto que afectó los propios bolsillos.
Esto muestra que todo “escarmiento” tiene su tiempo, y hasta aquellos que escondieron su gozo íntimo por el pisotón que recibía el indio, ponen un límite al castigo, porque el capataz es un capitán sin cabeza y pierde los estribos, incluso con aquellos a quienes se supone no atacaría. Es un tirano que excede cualquier ámbito de mesura.
Finalmente, resulta no menos importante señalar la amnesia que padecen los operadores frente a la historia, pues olvidan que sus crímenes, por muy protegidos que parezcan hoy, serán condenados mañana. Porque aquellos a quienes respondieron sus acciones eventualmente les soltarán las manos, ya que fuera del poder no les serán necesarios. Que su protección es efímera y que caerán como roca en el acantilado.
Sergio Velasco García es antropólogo e investigador social.