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Honrar a los muertos

Hubo un tiempo en que la muerte, esa acechante compañera, era siempre recibida con respeto. Aquel que dejó de ser y de estar, era temido por su capacidad de llevarte consigo. Sus familiares más cercanos eran compadecidos, contenidos y amparados por los vecinos y amigos. La gente dejaba de hablar y se paraba en respeto cuando pasaba un desfile fúnebre por la calle. Los cementerios se visitaban en contrición y las tumbas se decoraban con cariño.

Hubo un tiempo en que habría resultado impensable que un grupo de parlamentarios abandone una sesión airadamente, en protesta por una iniciativa de honrar a los muertos. Hubo un tiempo (¿quién lo diría?) en que ni la Policía ni el Ejército se hubieran atrevido a gasificar un cortejo fúnebre, que llegaba a la ciudad con los difuntos de Senkata en sus ataúdes. Quizás para convencernos de que esa situación increíble sucedió realmente, queda la imagen de los ataúdes desperdigados por la avenida, rodeados de gases y custodiados de los tanques apenas por un muchacho en cuclillas, protegiéndose la cabeza y llorando de indignación, de duelo y también, seguro, por efecto de los químicos.

Hubo un tiempo en que un periódico no se atrevería a seguir pisoteando la memoria de los muertos, mintiendo repetida y descaradamente acerca de las circunstancias en que cayeron. En su edición de hoy 19 de noviembre, en una nota titulada Un año después, persiste dolor y división por muertos de 2019, Página Siete publica que en Senkata “los movilizados dinamitaron el muro del recinto e intentaron ingresar, pero fueron contenidos por militares”.

Nadie nunca intentó dinamitar la planta de Senkata. Las imágenes filmadas y los testimonios de víctimas y testigos de esa horrible mañana muestran a una multitud desesperada que empuja el muro, porque cree que dentro de la planta hay heridos de bala. Ninguna de las pericias técnicas de los múltiples organismos de derechos humanos que han investigado el evento han podido demostrar que en ese muro se haya usado dinamita. Página Siete mintió en su edición del 21 de noviembre de 2019, cuando dijo que los vecinos de Senkata “volaron dos muros con explosivos”. Y, un año y muchas investigaciones después, sigue mintiendo. No es casualidad: la narrativa del muro dinamitado sirve para convertir un episodio de represión en un ataque terrorista. Las víctimas se convierten entonces en agresores y se justifica así el tendal de muertos, heridos y presos que resultaron de esa masacre. Las víctimas se estigmatizan así como vándalos violentos, y hasta los doctores y enfermeras se ensañan con los heridos y los torturan en lugar de curarlos.

Hubo un tiempo en que, aun si no conocíamos personalmente al difunto, callábamos con respeto frente a su tumba. No nos atrevíamos a insultarlo, a burlarnos del duelo de sus seres queridos, ni a escribir o decir que merecía morir cuando lo hizo. Guardo en mis redes sociales comentarios terribles de personas comunes (¿padres ellos mismos? ¿madres? ¿hijos?) no solo justificando la masacre, sino incluso alguno lamentando que no haya explotado todo El Alto. Hubo un tiempo en que no nos odiábamos tanto, no nos deseábamos la muerte uno al otro. ¿O quizás simplemente nos cuidábamos de decirlo?

Hubo un tiempo en el que, cristianos o no, estábamos todos de acuerdo con el “no matarás” que era la base mínima de nuestra convivencia en grupo. Hubo un tiempo en el que creíamos que honrar a los muertos era hacerles justicia. Hubo un tiempo en el que demandar justicia por los muertos no era percibido como persecución política. ¿Regresará alguna vez ese tiempo de respeto elemental por la vida, para que podamos sanar nuestras heridas?

Verónica Córdova es cineasta.