Voces

Wednesday 6 Dec 2023 | Actualizado a 20:18 PM

Desfigurando el debate

/ 6 de diciembre de 2020 / 07:09

La Corporación Mediática Empresarial Política trabaja incesantemente. En forma coordinada con los actores visibles de la trama guionizada del neogolpismo tiene un nuevo objetivo que ya no es de ataque como en los tiempos preelectorales. Hoy la narrativa con la que buscan desfigurar los hechos de 2019 busca la creación de un imaginario escenario que es la consecuencia de su triple derrota: el fracaso del noviembrismo, la capitulación ante el movimiento popular en agosto y el dramático resultado electoral del 18 de octubre. Tres momentos que son el efecto de haber forzado la secuencia constitucional en un intento de restaurar regresivamente el Estado neoliberal y su lógica de clases dominantes y segregacionistas. Para ello, generaron un proceso de ruptura institucional que concluyó de la forma que solo su miedo más profundo podía imaginar. El fallido intento de consolidación de un Estado y una sociedad con participación recortada produjo muerte, heridos y apresamientos. Ante ello, el conservadurismo opositor de hoy busca desesperadamente un constructo narrativo de posverdades excusativas que sean benignas con lo sucedido en aquellos días, pero fundamentalmente, con sus más identificados propulsores. La narrativa ficcional busca impunidad y excusar de responsabilidades a quienes desencadenaron el episodio golpista.

Quedar históricamente asociado como actor participante de una programación rupturista, ya indeleblemente señalada como golpe de Estado, produce desenlaces políticos, personales y por supuesto, también jurídicos. Conocemos que la historia ya ha referido de forma abundante al accionar del coronel Alberto Natusch Busch, por encima de las consideraciones personales positivas que varios autores destacaron en él, su nombre permanece asociado y registrado como el sello del golpe de Estado de Todos Santos. Su figura también representa la imagen de 15 días de muerte y espanto. Se ha escrito que fue un hombre de prodigiosa inteligencia y características afables, pero terminó abrazado a un proceso de ruptura institucional que las ciencias sociales categorizan como golpismo.

Cuando se produce un estado de crisis, de tensiones y conflictos, la primera víctima es la verdad, pues la industria de la posverdad se aligera y recrea realidades deformadas. Un espacio que utiliza los sesgos sociales de aquello que nos forzamos a pensar urgidos por ansiedades que requieren ser validadas y que en la confusión de opiniones, inexactitudes y relatos inagotados diluyen la claridad entre realidad e irrealidad para instalar contrahechos adulterados. El objetivo general es dificultar las diferencias, confundir, distorsionar, embarrar y desordenar para “introducir una especie de visión cínica” sobre lo que denominan Sucesión Constitucional. El objetivo político hoy está en buscar impunidad para quienes generaron los hechos de noviembre de 2019.

Las tesis de la nueva y desesperada narrativa conservadora se respaldan más en evocaciones de un sentido común subjetivo que en apreciaciones categoriales estudiadas e investigadas. Esta posverdad pobre y sin sustancia quiere reducir noviembre de 2019 a una movilización social que por sí sola indujo la renuncia de un presidente. Una sobresimplificación que intencionadamente aparta de sus argumentos la presencia desequilibrante, en el escenario político, del poder militar y policial decisivo en aquellos días. Este factor de fuerza ya accionado causó Senkata y Sacaba para sostener al gobierno No-Constitucional.

Hoy instrumentalizan con urgencia desesperada las palabras discursivas de David Choquehuanca, él expuso códigos de paz y convivencia de nuestras culturas originarias, códigos que hablan de complementariedad. Los noviembristas nunca le procuraron su atención y aún hoy no lo entienden, pero creen escuchar en esa voz un resguardo que les confirme impunidad por lo hecho y obrado en noviembre de 2019.

Jorge Richter es politólogo.

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Del proceso de cambio a la neurosis

Los caminos del poder no siempre recorren los caminos de la virtud y la corrección, la irracionalidad es también un factor en juego.

Jorge Richter, vocero presidencial, en Piedra, Papel y Tinta. Foto: La Razón.

Por Jorge Richter Ramírez

/ 19 de noviembre de 2023 / 06:50

DIBUJO LIBRE

Fiel a la inclinación más natural del hombre, la estructura política del mayor proyecto popular y social movilizado en la historia de Bolivia va dejando de ser un partido político para convertirse en una neurosis, en los hechos prácticos, dos partidos confrontados y un proceso que puede terminar en hundir a todos sus protagonistas. Erich Fromm, en su estudio “Psicoanálisis de la sociedad contemporánea” se preguntaba: ¿Puede una sociedad estar enferma? Inmediatamente responde advirtiendo sobre “el peso de conciencias dependientes y homogeneizadas” que se imponen sobre la misma naturaleza humana. Esto es lo que llama los consensos coercitivos que devastan toda individualidad, uniforman los comportamientos, extinguen el yo personal y se adscriben dependientemente a modelos de vida y políticos predeterminados. Dice Fromm, también: “Lo que es muy engañoso en cuanto al estado mental de los individuos de una sociedad, es la ‘validación consensual’ de sus ideas. Se supone ingenuamente que el hecho de que la mayoría de la gente comparte ciertas ideas y sentimientos demuestra la validez de esas ideas y sentimientos. Nada más lejos de la verdad. La validación consensual como tal, no tiene nada que ver con la razón ni con la salud mental… El hecho de que millones de personas compartan los mismos vicios, no convierte esos vicios en virtudes, el hecho de que compartan muchos errores, no convierte a éstos en verdades, y el hecho de que millones de personas padezcan las mismas formas de patología mental no hace de estas personas gentes equilibradas…”

Se instalan en el tiempo reciente prácticas de odio que moldean una política que desprecia el respeto societal e individual. Una esmerada habilidad para destruir dignidades, terminar con reputaciones y doblegar moralmente a quienes desafían el pensamiento único y absolutista, que no acepta siquiera tonos de variación. La mala práctica del hombre del odio es seguida, esparcida, extendida y ejecutada por los mensajeros del odiador, con total impunidad que siempre es una construcción plural, diversa, de múltiples participantes, con complicidades de apoyo y asociaciones diversas. Todo este eje, anclado a un dispositivo rápido, común y de fácil implementación: la degradación de las personas públicas en redes sociales, su inusitada violencia mediática y la base de sus discursos odio.

En nuestra política cotidiana, la deformación de los liderazgos políticos por obcecación irracional de poder y de resistencias al paso del tiempo, hace que no todo sea explicable y comprensible, que no siempre haya respuestas posibles y razonadas, que no se encuentre sentido lógico a innumeradas conductas, que no todo sea justo ni merecido. Entonces, se va aprendiendo a vivir con esto, se normaliza la locura y el desenfreno enfermizo de quien odia y destruye para, según su retórica sempiterna, “representar mejor”. Esto ocurrirá mientras la impunidad organizada y su aceptación sigan siendo parte de esa minoría que dirige y se impone categóricamente.

El hombre del odio no quiere un entorno de pensantes, de gente de luz, de productores de ideas y de miradas de Estado, menos militantes formados y activos en la opinión, quiere mascotas, obediencia sin más. Muchos están dispuestos y ejercen ese rol infame y despersonalizado. Cumplen las funciones de ser los mensajeros del odiador, destinados a ser solo eso. Participan y compiten entre ellos, en el único papel de trasladar odio, intolerancia, difamación, calumnia, pues no dan para algo más ya que cumplen con el requisito primero de acreditar un encefalograma muy plano, porque cuando la exigencia de pensar llega, realizar ese esfuerzo se les convierte en una tarea sobrehumana, ahí empiezan a sentirse en orfandad, abandonados, lejos del gremio de fuerza que es el club dirigencial del odio.

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Sin esperar el futuro, el hombre del odio y sus mensajeros ya son seres castigados, confinados merecidamente en el pequeño espacio de una militancia destructiva e intolerante pero sí, con altísimo ruido público que los hace ver como una muchedumbre. Castigados porque en sus rostros de odio, de enrabietado descontrol y ceños fruncidos se expresa, indisimuladamente, la desdicha. Caminan, hablan y van por la vida profundamente desdichados. Quien lastima a una mujer, a un joven, a una familia, aunque rece en domingo, vive profundamente desdichado.

El hombre del odio expresa en sus ambiciones desmedidas la evolución inversa y negativa. Si alguna vez sus creencias democráticas cautivaron de gran manera, hoy ha colocado éstas en un paréntesis para sustituirlas por odio y destrucción. En el candelero de cada mesa de las familias, hay algo que vemos todos, que el hombre del odio quiere que seamos una sociedad donde se despedace al otro, que nos maltratemos, que odiemos como él, incomprensiblemente, pero con desenfreno.

Con el hombre del odio, el razonamiento de hoy es: el que se oponga al verticalismo autoritario del caudillo debe aceptar la flagelación y el escarnio público por él ordenado. Quien retroceda ante el escarnio público, debe aceptar el verticalismo autoritario.

Entre 1942 y 1951, Albert Camus fue construyendo un cuaderno de reflexiones filosóficas, apuntes, proyectos de libros, descripciones de países, anécdotas vistas y escuchadas. Todo aquello, años después, constituyó un libro que se presentó bajo el nombre de Carnets. Allí escribió: “La inclinación más natural del hombre es hundirse y hundir con él a todo el mundo. ¡Cuántos esfuerzos desmesurados cuesta ser simplemente normal! Hacen falta ríos de sangre y siglos de historia para llegar a una modificación imperceptible de la condición humana. Tal es la ley”. La tragedia, sin embargo, no es la solución.

(*)Jorge Richter Ramírez es politólogo

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La beatería de la corrección política

¿Qué hacer frente a voces que optan por las consignas violentas y dinamitan toda posibilidad de un diálogo democrático?

El vocero presidencial, Jorge Richter, en entrevista con La Razón.

Por Jorge Richter Ramírez

/ 5 de noviembre de 2023 / 06:17

Dibujo libre

¿Hay vida inteligente entre el insulto gratuito y la dictadura del buenismo? El interrogante va en la tapa del libro La corrección Política, un texto que reúne, en un imperdible debate, a Jordan Peterson, Stephen Fry, Michelle Goldberg y Michael E. Dyson todos ellos hablando, pensando y reflexionando, a favor y en contra, sobre lo políticamente correcto.

Es muy simple decirse y autoseñalarse demócrata, pero es tortuoso actuar como tal. De hecho, en la tiranía del significante vacío de democracia y demócrata, todos buscan instalarse y ocupar un espacio dentro de él, incluso aquellos cuyo comportamiento está más en las formas de lo que Enzo Traverso denomina como los posfascismos, conductas que tienen inserto el espíritu de la intolerancia, el desprecio y los resentimientos. Nuestra atención debe estar en esto. Como sociedad, como individuos, es a momentos importante y necesario enfrentarse a ideas que no nos gustan. A discursos que pueden ofender, pero que se deben combatir también con discursos e ideas, no con odio.

El desprecio al diálogo, los consensos, la palabra escuchada, son los cimientos del pensamiento único, el corolario de una beatería de la corrección política y la democracia aparente. Es correcto defender la igualdad, la inclusión social, el respeto por la diversidad, los derechos expandidos, pero todo ello se podrá siempre perfeccionar sin ser aludido de desertor. Sin embargo, cuando la corrección política se entremezcla con la obstinación por la acumulación política y de poder termina creando bandos, cerrando el debate, censurando, buscando definir lo que está bien y aquello que no, señalando a personas e ideas y finalmente, dictaminando lo que debe ser aceptado como la verdad única. Una imposición de cómo es y debe ser el mundo, la sociedad y también el Estado. No hay argumentos, solo una única afirmación. Quien se opone será denostado, infamado, mancillado y por supuesto, estigmatizado.

Intentos moralizadores de moralinos evidentes. Imparables en su intención de distanciar las sociedades entre buenos y malos, ellos y nosotros. La corrección política ha desestructurado el viejo y ofensivo lenguaje hasta convertirlo en lo indeseado de una sociedad. Thomas Cranmer, redactor del Libro de Oración Común de la Iglesia Anglicana decía, sin dejar que la razón le asistiera, “No hay nada creado por la mente del hombre que, con el tiempo, no se haya corrompido parcial o completamente”. Esto nos ocurre como un hecho inaceptable con las palabras inclusión, derechos expandidos, pueblos indígenas, originarios, campesinos, revolución cultural y Estado Plurinacional y de todo lo bueno logrado en estos años; hoy se quieren realizar otras acciones que denigran la democracia y el sentido profundo e histórico del principio de inclusión social.

Las acusaciones injustificadas, las denuncias infundadas, el escarnio público, la creída superioridad, el vocabulario rabiento y maledicente, la hostilidad indisimulada y la intolerancia encolerizada son las infamias deformadas de quienes, imaginadamente situados en lo políticamente correcto, hacen del agravio una conducta frecuente. Si la corrección política encierra el sentido de incorporar lo diverso, pues la diversidad de opinión tiene que ser aceptada como fundamento mayor de una sociedad diversa, plural y tolerante.

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Los esfuerzos por una trabajada ética política pareciesen no tener consecuencias positivas. Para ciertos actores políticos, todo está resuelto, acabado y discutido. La sociedad debe ser como ellos la piensan. El Estado debe seguir su mirada reducida pero entendida como universal y quienes se oponen a ellos están en el lado crítico de la historia, en la derechización y lo políticamente repudiable. Stephen Fry grafica de la siguiente manera todo lo dicho: “La Revolución francesa terminó con el Comité de Seguridad General aprobando una ley. La ley decía que se podía coger un trozo de papel que dijera algo así como el citoyen Du Roque es un enemigo de la Revolución, clavarlo en un poste en la plaza principal y esa persona sería detenida. Es básicamente lo mismo que poner un tuit, exactamente la misma idea”.

Estamos transitando un tiempo que denota una angustiante falta de honestidad y responsabilidad con la palabra utilizada. Alguno, desde el peldaño más alto que imagina en pertenencia absoluta, supone también que puede estigmatizar con ilimitada arbitrariedad a todos aquellos que son disonantes con él, que señalan otros caminos, que trabajan el pensamiento crítico o pensamiento superador. Allí, en el púlpito tecnológico de las redes sociales, se instala como si fuese la palabra mayor, y empieza entonces su labor de infamar a todo a quien pueda contrariarlo.

En la radicalidad a la que conduce la intolerancia y el odio, el extremista siempre estigmatiza a quien lo antagoniza y lo critica. En esa tarea, su discurso es una puesta en escena teatralizada, con risas forzadas, mentiras recurrentes en formato victimizado. “Escena histérica y espectacular, de teatralidad religiosa perfecta en el discurso y en el texto” diría Marcia Tiburi.

Quien dice lo que dice sin responsabilidad alguna, debe ser cuestionado, interpelado discursivamente y nos debe conducir a reflexionar y encontrar alternativas políticas al porqué, desde lo que en un principio era la corrección política requerida, van surgiendo discursos que practican la humillación pública del otro de parte de quienes asumen la función no delegada de inquisidores de la sociedad.

La Bolivia 2025 requiere la construcción de una agenda electoral diferente. Diferente quiere decir sin la presencia de quienes hacen del desprecio su forma imaginada de progreso político. Los extremistas se encuentran en la violencia, allí quedan frente a frente con su irracionalidad absurda. Gritan, insultan, calumnian y violentan la sociedad. La violencia los hace sentir poderosos. Con ellos, es imposible la unidad, el logro de objetivos fundamentales y la búsqueda de propósitos comunes.

(*)Jorge Richter Ramírez es politólogo

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Sufragio efectivo, no reelección

El autor reflexiona sobre la permanencia extendida de los presidentes en el poder y sus consecuencias en la democracia.

El vocero Jorge Richter en el estudio de La Razón, el viernes 8 de septiembre.

Por Jorge Richter Ramírez

/ 8 de octubre de 2023 / 05:55

DIBUJO LIBRE

De los múltiples factores de conflictología que exasperan al Estado boliviano y que conmueven sus estructuras en lo político, organización del poder y cohabitación pacífica de la sociedad, es el reeleccionismo de autoridades uno de los que acelera la decadencia superlativa. Los mexicanos, que ya vivieron esto angustiosamente hasta causar una revolución transformadora, escribieron en su texto constitucional: “… el ciudadano que haya desempeñado el cargo de presidente de la República, electo popularmente, o con el carácter de interino, provisional o substituto, en ningún caso y por ningún motivo podrá volver a desempeñar ese puesto”.

“Sufragio efectivo, no reelección” fue el emblema, la consigna política que completó la derrota de Porfirio Díaz en México. Cuando fue planteado por Francisco Madero en 1910, Díaz contaba ya con 35 años en la presidencia de México. Un sistema de reelecciones continuas había transformado sus sucesivos gobiernos en un proceso dictatorial. La constitución de 1857 permitía la reelección inagotable y Porfirio Díaz utilizó la permisividad constitucional para legitimar sus eternas victorias entrampando el sistema electoral en fraudes y oscuras operaciones del voto popular. Frente a él, desafiante e interpelador se situó Francisco Madero, quien convocó a los mexicanos a levantarse contra el porfiriato e instituir elecciones libres. Fue entonces que en el manifiesto político que popularizó en aquel año, fundó un principio político que fue el eje de su campaña: “Sufragio efectivo, no reelección”. Este lema que acompañó a Madero advertía sobre el freno que constituía el reeleccionismo: impedía el respeto a la voluntad popular, a la institucionalidad de los procesos electorales y a la posibilidad de enfrentar los intereses creados y vinculados en torno al poder político. “Sufragio efectivo, no reelección” fue el inicio de la revolución mexicana, fue también la salida del dictador Porfirio Díaz y la imposibilidad constitucional, en adelante, de que el reeleccionismo quebrante la institucionalidad y la democracia.

En el año 2019, en pleno ejercicio de su mandato, el presidente Andrés Manuel López Obrador, ante los constantes pedidos y rumores de una posible reelección, se comprometió y obligó, mediante la firma de una carta, a que no se reelegirá. Una acción de respeto y responsabilidad con la historia de México y con su Constitución Política. Porfirio Díaz declaró en 1908, durante una entrevista periodística, algo próximo a esto. No cumplió su palabra y tampoco su promesa, volvió a reelegirse.

La reelección en sentido positivo, busca otorgar al periodo constitucional y al ejercicio del gobierno una posibilidad de continuidad en la gestión. Proyectos, obras, derechos, transformaciones, procesos económicos, productividad y otros eventos deben tener la posibilidad de concluir sus ciclos de implementación. Tiene esto un alcance de racionalidad y comprensión aceptable. Pero el reeleccionismo es una deformación de esta posibilidad. Y es el reeleccionismo obsesivo, la incontinente y abusiva fascinación a perpetuarse en el poder, el imaginado señalamiento divino de ser el elegido el que se ha instalado en nuestra política desde el año 52, terminando con procesos políticos que quedan expuestos al fragor de la desenfrenada ansia de poder político.

La perturbadora fijación por la reelección obliga al hombre y a la mujer, al dueño o dueña del poder político, a buscar ampliar su base social, los espacios clientelares, la cooptación de las instituciones y organizaciones sociales, la compra y el sometimiento de los dirigentes sociales y políticos y; por supuesto, con mayor evidencia y sensación social, a la instrumentalización de la justicia, a la desinstitucionalización del Estado y a la búsqueda de formas de apropiación de recursos económicos estatales -la generación de formas sofisticadas de corrupción-. Las ansias de poder y de perpetuación en el gobierno del Estado se anexan a intereses diversos: recursos naturales, satisfacción de egolatrías y envanecimiento político y personal. En el intento de “estar siempre” en el poder, las gestiones de gobierno priorizan el interés propio y político antes que las necesidades que la sociedad demanda. De forma inmediata, instalados en el poder, la maquinaria por la reelección echa a andar su aparataje.

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Terminar con el reeleccionismo es arrebatar la pulsión mayor del poder, del descontrol, de la irracionalidad, de la antipolítica y de la obsesión por permanecer. Nada de grandezas, solo procesos obligados. Hoy, la institucionalidad del Estado se encuentra degradada porque la competencia por el monopolio del poder político en la perspectiva de administrar el Estado desvía toda posibilidad de implementación de políticas públicas. La modernización del Estado, la construcción de un itinerario sensato para la sociedad, la resolución de los problemas estructurales de la organización estatal están subalternizados en importancia a la reelección.

Un solo periodo de seis años y sin reelección, desposeídos del instinto natural pero ya indignante del obsesivo acaparamiento de poder, solo con la posibilidad de gobernar enfocados en unos años que no tendrán repetición. Sin dueños eternos del poder, las nuevas generaciones podrán incorporarse de forma natural al protagonismo político y abandonar la resignación actual de subordinaciones obligadas.

Maquiavelo decía que la ambición es tan grande en los hombres que, para satisfacerla, no tienen reparo en perjudicar a otros. El daño, hoy, está en el reeleccionismo insistente y perturbador que degrada la calidad de la democracia y anula la construcción de instituciones independientes.

(*)Jorge Richter Ramírez es politólogo

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Buscando a Milei

El sentimiento antipolítico se viene abriendo paso en Bolivia, gracias a la clase política.

El economista libertario de extrema derecha argentino y candidato presidencial Javier Milei

Por Jorge Richter Ramírez

/ 3 de septiembre de 2023 / 06:08

DIBUJO LIBRE

Albert Camus se preguntó: ¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero si niega, no renuncia: es también un hombre que dice sí, desde su primer movimiento. Un esclavo, que ha recibido órdenes toda su vida, de pronto juzga inaceptable un nuevo mandato. ¿Cuál es el contenido de este “no”? Significa, por ejemplo, “las cosas han durado demasiado”, “hasta aquí bueno, más allá no”, “vais demasiado lejos”, y también, “hay un límite que no franquearéis”. En resumen, este no afirma la existencia de una frontera. Se halla la misma idea de límite en ese sentimiento del hombre en rebeldía de que el otro “exagera”, de que extiende su derecho más allá de una frontera a partir de la cual otro derecho le planta cara y lo limita. La rebeldía juzga un hecho como intolerable considerando que el hombre tiene “derecho a…” esto es, la certeza de que le corresponde otro derecho, más justo.

El sentimiento antipolítico, instalado con dramaticidad en la Argentina con la reciente celebración de elecciones primarias de selección de candidatos (PASO: Primarias, Abiertas, Simultáneas y Obligatorias), que encumbró a Javier Milei a un triunfo menos previsto de lo que hoy se comenta, muestra y exhibe una rebeldía que, como en el libro de Camus, expresa que las cosas así “han durado demasiado” y son inaguantables para la sociedad argentina.

Desde aquel domingo 13 de agosto, corre por la región un ánimo de competencia por encontrar esclarecimientos, a veces cargados de temor, sobre el origen fenomenológico del “libertario” encumbrado. Pero más allá de los factores que detonaron su aparición, buscan, eufóricamente fisonomizar a los Milei locales. Aquella o aquel actor político que irrumpa disruptivamente en el escenario electoral de las políticas nacionales. Los que pudieran despedazar el sistema político.

El sistema no es de izquierda o de derecha, eso no adquiere importancia. El sistema es lo que hoy existe. Los que viven en el contorno del poder político, los que controlan, los que quieren estar, los dueños del Estado nacional, regional y local. El sistema es lo que nos gobierna. Son los representantes, son la casta. Los dueños de lo político que construyen sus alianzas con los dueños de lo económico para ser los dueños del país. Hoy el sistema cruje en la Argentina, pero pareciese que también en Bolivia.

No es la aparición de Milei lo que debemos comprender, si no el espacio donde él se asentó. Ese es un espacio donde levita la bronca a veces y el fastidio generalmente. Es el sitio donde se acumula el voto contra la estructura y el burocratismo de dirigencias impasibles y aisladas. Es un lugar de rabias, indignaciones, enfados, delirios, disgustos, irritación, desesperación, animadversiones, impotencia, pobreza, marginalidad y hasta repugnancias, pero no es un espacio ideológico. Ahí, la gente no otorga su voto desde la racionalidad pensante y reflexiva, lo hace desde la molestia que no repara en las consecuencias de esa decisión. Importa únicamente la intención de afectar al sistema.

La valía de la llegada de Milei a los gabinetes de análisis, a la sociedad y a su discusión en los medios de comunicación está en el hecho de cuestionar e impugnarlo todo, de instalar el tiempo de la interpelación a formas, conductas, mal hábitos. El tiempo, en definitiva, de los espíritus que se rebelan a seguir inclinándose.

Buscar a Milei en actores con sobreactuado histrionismo, gritos enrabietados, utilización desbordada de adjetivos que descalifican, lenguaje corporal excitado y verbalización discursiva radicalizada, es nuevamente ubicarse en la simplificación del hecho. Las excentricidades de Milei son su marca y las maneras que ha adoptado para su comunicación política. Nada más que eso.

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En el contexto boliviano y su complejidad socio/estatal, las afirmaciones de la posible presencia de un actor disruptivo no pueden ser únicamente enunciativas, van en consecuencia resultante del análisis de aquello que nos dicen las ciencias del comportamiento humano y colectivo respecto de nuestra sociedad, donde se entremezclan sus sensaciones, sentimientos e imágenes y, la deconstrucción correcta del proceso sociopolítico de emergencia de la corporatividad social y popular, las identidades en la centralidad del Estado Plurinacional, su capacidad de movilización y los indicadores de su mismo agotamiento de ciclo. De la lectura probada de estos dos factores sabremos inferir si el espacio del sentimiento antipolítico ya se extendió también a Bolivia.

Interpretar que los únicos conflictos válidos y a tomar en cuenta son aquellos que debe resolver una interna partidaria implacable es pretender abstraerse de lo que se constituye como esencial en la vida social. Existe una oscuridad que nadie interpreta, la de las expectativas, deseos, esperanzas y sueños de ciudadanos que no construyen su vida homogeneizados en una sola perspectiva, van individualizados en infinitud de pensamientos e ideas. Ese espacio oscuro, carente de nombre y atención es el espacio de las frustraciones y las contrariedades.

El análisis debe ser permanente y constante la búsqueda de nuevas miradas interpretativas de la dinámica societal y política. Entonces, las preguntas surgen: ¿Esto es izquierda? En trato y formas con gobierno y poder, ¿los diferencia algo a quienes se señalan como progresistas de quienes dicen ser de derecha o libertarios como ahora se autonombran? Las resoluciones a las expectativas societales ¿están en el arco izquierda/derecha o trasciende lo ideológico para buscar eficiencia y respuestas a su cotidianeidad. Las identidades construidas en todos los espacios y territorios, ¿sostienen las inconductas de formas inacabada?

Las lecturas de lo social/político hechas desde las cúpulas dirigenciales perciben que el centro de la disputa primera son los ámbitos partidarios, que las formas para su control y captura son detalles menores en la consideración ciudadana. Que los volúmenes de conflicto incrementado, gradual e invariablemente de forma constante, son tolerables e incluso normales. Y también que la distancia social, la intransigencia entre los miembros de las diferentes sociedades departamentales, que el odio, el racismo, la no aceptación del otro, el desprecio por el diálogo y el consenso son elementos marginales a la construcción del voto.

La descomposición de las relaciones y conductas de los actores políticos, la inestable convivencia societal y el adverso desface entre política y sociedad, indican primariamente, que el espacio Milei comienza a abrirse calle, pues el pueblo es una construcción hecha y edificada sobre marginalidades.

(*)Jorge Richter Ramírez es politólogo

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Sentido, pensamiento y complejidad

El pensamiento crítico, aquel que permite entender el presente y construir un futuro, desfallece si se resigna a las consignas.

El vocero presidencial, Jorge Richter. Foto: Archivo

/ 20 de agosto de 2023 / 06:09

DIBUJO LIBRE

La rutina es un esqueleto fósil cuyas piezas resisten a la carcoma de los siglos. No es la hija de la experiencia, es su caricatura. En su órbita giran los espíritus mediocres. Evitan salir de ella y cruzar espacios nuevos. Acostumbrados a copiar escrupulosamente los prejuicios del medio en el que viven, aceptan sin contralor las ideas destiladas del laboratorio social. Su impotencia para asimilar las ideas nuevas los constriñe a frecuentar las antiguas. Los rutinarios razonan con la lógica de los demás. Disciplinados por el deseo ajeno, encajonándose en su casillero social. Son dóciles a la presión del conjunto, maleables bajo el peso de la opinión pública que los achata. Reducidos a vanas sombras, viven del juicio ajeno, se ignoran a sí mismos, limitándose a creerse como los creen los demás. Estas palabras tienen dueño, fueron escritas por José Ingenieros a inicios del siglo XX. De origen italo-argentino, su texto “El Hombre Mediocre” ejerció gran influencia en la juventud argentina y en el movimiento que impulsó la Reforma Universitaria de Córdoba en 1918. José Ortega y Gasset, años después, sobre la propuesta de Ingenieros, construiría las categorías analíticas a las que refirió de forma universal: el hombre-masa y el hombre noble. Ingenieros habló del hombre inferior, el hombre mediocre y el hombre superior que es el hombre idealista, aquel que se indisciplina contra los dogmáticos. En tiempos actuales, el hombre mediocre es el hombre que simplifica.

Bolivia es un país extensamente complejo. El Estado boliviano es un Estado complejo y compleja es también la sociedad boliviana. Siendo palpable la dificultad comprensiva del todo nacional, se presentan cotidianamente miradas, desde el conservadurismo simplón y la irracionalidad misma, que quieren simplificar esto, que intentan y buscan sin digresión alguna decidir el tamaño del país y la entidad societal que en él habita. Nombran la parte asumiendo que expresa el todo y atribuyen cualidades humanas a una entidad abstracta como es el Estado o el país mismo. Sinécdoque y prosopopeya diríamos respectivamente. Válidas figuras retóricas pero que disimulan engaños conceptuales que confunden y turban.

Desde ya hace unos años, pero con mayor dramaticidad interesada en el tiempo actual, en Bolivia se ha asentado lo complejo y lo fatigoso. Lo complejo se advierte en su misma naturaleza, su radical diversidad, la embrollada historia y esa, a momentos inexplicable, disparidad territorial, social y cultural. Lo fatigoso está expresado por el deseo inacabado e inconcluso de esa intencionalidad de ser democrática en lo político y social, de ser un nudo que se desate a varias manos y no a golpe de hachazos. La complejidad y la fatigocidad es lo que llamamos democracia, pero también inclusión y justicia estructural. No podrá ser, nunca, simplificada y comprendida, con dos frases y tres acciones fáciles simbólicas. Con premisas de consumo rápido y explicaciones insustanciales. En definitiva, con argumentos rutinarios.

La complejidad también está dada por las desigualdades sociales aún hoy presentes; por las resistencias, la intolerancia y el desprecio a la otredad de piel oscura; por las añoranzas a las sociedades de privilegio; por el intento de reinstalar el colorismo como referencia primera de la calificación habilitante; por la molestia indisimulada a las diversidades territoriales; a la no aceptación de la posibilidad de convivencia y coexistencia social pacífica; de miradas económicas diferentes y necesarias; por la no aceptación del defecto hoy presente de una institucionalidad decadente.

¿Cómo se reacciona ante esto que nos condiciona y determina? ¿Simplificando con abordajes del sentido común, que son más desde el diario vivir antes que en perspectiva de lo que propuso Gramsci? Frente a modelos hegemonizantes, malogrados y consumidos, es preciso renovar nuestra historia y repasar lo hecho. Claramente, las complejidades no pueden simplificarse porque son varias y profundas, las relaciones entre espacios de nuestra territorialidad son unas, pero las hay políticas, entre clases y segmentos sociales, culturales y ahora, desde el 2019, entre las memorias, entre lo republicano y lo plurinacional.

La simplicidad discursiva se ha apropiado de las miradas analíticas y evaluativas del país. En un reduccionismo que no deconstruye la problemática profunda de las lógicas societales y estatales, es la negación irracional de la otredad y la impasible sordera a la palabra de quien es distinto (a) lo que se quiere imponer. Se resiste la diversidad política, cultural y económica en nombre de una añorada república encogida y restrictiva donde la blanquitud señala quienes tienen cabida. Por supuesto esto solo desbarata las posibilidades de convivencia social pacífica y abona rápidamente en el espacio de conflictología.

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El conservadurismo áspero, pero también inhumano, la derecha radical y el irracionalismo definen a Bolivia dentro de una noción sobre simplificada e incluso abstracta. En ese marco más referencial que conceptual, la Bolivia existente es señalada como un país encolerizado, rabioso, de salvajes y bestias humanas, la de los violentos. Estas miradas radicalizadas, estructuradas como consignas de consumo fácil y que niegan las nacionalidades y la historia social misma, son hoy infranqueables a la complejidad societal/estatal del país. Se presenta en consecuencia, como la mayor expresión de las dificultades que pergeñan aún hoy, lo que ya fue el trazo de un país mal construido social y políticamente.

La simplificación discursiva aún con su naturaleza ligera e insignificante consigue avanzar, instalarse como actor político y obtener poder. Señalarla de fracaso por las constantes pérdidas electorales de los procesos generales es también reducir la mirada estrictamente el proceso nacional, porque éste se construye de diversas formas y maneras. Una de ellas, por la acumulación de hechos regionales que, dentro de un proceso, adquieren posibilidades de agregar fuerzas dispares en esencia, pero homogéneas en el objetivo. En el país, la derecha ha tomado el control de los principales gobiernos subnacionales, espacios regionales y municipios de capitales. Vencen y se rehacen operando sobre una sociedad, cada vez, antropológicamente, menos democrática y más reaccionaria. La simplificación discursiva y rutinaria construye sociedades políticamente incorrectas y desfiguradas en su convivencia societal.

La Bolivia compleja y fatigosa es en consecuencia una Bolivia de izquierdas, pero también de derechas. De izquierdas diversas y distintas y de derechas varias, radicales y otras dialoguistas, en tanto que, a la par, es plurinacional. Lo plurinacional, en el espacio constitucional envuelve lo intercultural y lo republicano, conviven, aunque no se entienden ni lo hacen pacíficamente. Y es unitaria y autonomista, de economías diversas, comunitarias, estatales, liberales, pre capitalistas y capitalistas. Todo en un entretejido social, político, económico y cultural que reseña la complejidad nuclear de nuestra estructura societal/estatal.

Ante la simplicidad rutinaria y repetitiva, se precisa elaborar una pedagogía de la dificultad. La Bolivia fatigosa y compleja, esa de izquierdas y derechas, tiene y debe convertirse en un proyecto con futuro. El conglomerado de cálculos, desencantos y ambiciones no pueden impedir que el nudo sea desatado colectivamente. Si bien el camino hacia la democrática convivencia entre distintos aún no se avizora posible en el tiempo inmediato. Si tampoco somos democráticamente, plurinacional y autonómicamente plenos como Estado, las dirigencias políticas sí están en la obligación de intentar y ser más democráticas e inclusivas. Comprensivas de la complejidad de esta Bolivia en apariencia incognoscible.

(*)Jorge Richter Ramírez es politólogo

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