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‘Chaco’: niebla en el olvido

“No somos de aquí, pienso que estamos perdidos”. Una patrulla deambula por los arenales ardientes y lejanos. Nadie dispara una bala desde hace meses. Así comienza Chaco, la tercera película de Diego Mondaca. Cuando el espectador camina a la salida del cine, la pena no se va, se ha quedado impregnada al cuerpo. Ha estado hora y media delante de la película más dura de la cinematografía boliviana. Es imposible salir indemne de una experiencia que no deja ni un resquicio para la esperanza o la redención. Es la “tragedia del absurdo”, como bien acuñara Cachín Antezana. Chaco nació como un murmullo, con la memoria de un murmullo de bolero de caballería soñado en el funeral del abuelo de Mondaca. Y termina con un paisaje en neblina, con soldados presos del olvido y la locura. No hay futuro.

La historia oficial y la literatura nos contaron el mito fundador de la nación: en aquella guerra estúpida, por primera vez, los bolivianos se conocieron para luchar juntos. La obra de Mondaca rompe y rasga con ese relato romántico. “Cuando esto acabe, vas a volver a tu pueblo como héroe”, le dice el capitán alemán a su ayudante que carga una muñeca de plástico, uno de los múltiples guiños cinéfilos en una película rica en lecturas y miradas. Chaco es una osada bofetada antiépica a nuestro chauvinismo; aturde y emociona por igual. Los soldados de aquella patrulla perdida —como la de Laguna H3, de Adolfo Costa du Rels— no volvieron a casa como héroes, se quedaron para siempre en aquella tierra desconocida. ¿Dónde está el ajayu olvidado en el fondo de aquel pozo?

La mezcla de idiomas no es gratuita, nada lo es en Chaco. La tropa —humillada y ofendida— habla en aymara y quechua mientras los dos jefes (el alemán interpretado por un introspectivo Fabián Arenillas y el teniente a cargo de Mauricio Toledo) dan las órdenes en castellano. El maltrato y el abuso también violentan el idioma del otro. Vuelvo a Cachín Antezana: “El otro es simplemente el otro, el verdadero problema es la imagen que los bolivianos tienen de su “yo”. La película no cae en el maniqueísmo facilón: los jefes también son espectros y todos van a terminar en el mismo pozo entre la sed, la deserción y el suicidio.

“Somos perros para ellos”. Ellos no son los pilas, en permanente fuera de campo, son el capitán y el teniente, es el poder. Detrás de la niebla final, solo va a quedar un sueño de mariposas muertas y un poso eterno de delirios tristes. Estamos delante de una road movie dolorosa, sin la chance de un atajo hacia la melancolía o la nostalgia.

Chaco está protagonizada por un elenco contenido donde destaca Raymundo Ramos en el papel del cabo Toribio, el llunku del capitán. Y tiene una secuencia sublime: es el desencuentro mismo, el “choque de civilizaciones” entre la tropa ajena y los indígenas en su propia tierra. Mondaca construye lentamente una claustrofobia enfermiza, una descomposición psicológica. Lo hace para revivir ese dolor que nos dejó la guerra y no se va todavía de nuestros cuerpos.

Chaco trae de vuelta esa alma herida de muerte presente en todas las familias bolivianas y sus memorias. La sala oscura y en silencio multiplica por mil la atmósfera inquietante y atrapante. Si el paisaje árido como el propio guion, es un personaje amenazante más, el meticuloso laburo en la edición de sonido también lo es. La noche y el desierto se escuchan más y mejor en el cine. Mondaca —heredero de la obra de Sanjinés, Glauber Rocha, Herzog, Lucrecia Martel y compañía— opta por la quietud para hacer una película existencialista contra todas las guerras.

La cámara tampoco da respiro, camina apuntando a la nuca (como en las pelis de los hermanos Dardenne), suda cerca de los cuerpos abandonados y acompaña el delirio colectivo, quizás la única luz al final del pozo. Los personajes lucen atrapados por la espera: por el agua, por el camino correcto a Nanawa, por el regreso al hogar. Están encerrados, como en una película de Buñuel. Son actores de Beckett: mientras esperan pelean, no contra el enemigo al que jamás ven, sino entre ellos mismos, contra ellos mismos. Chaco es todo eso y nada, es niebla en el olvido. Si Augusto Céspedes tuviese razón, apenas sería “la brújula para guiar a nuestros hermanos muertos hacia la vida”.

Ricardo Bajo es periodista y director de la edición boliviana del periódico mensual Le Monde Diplomatique. Twitter: @RicardoBajo.