Voces

Wednesday 29 Mar 2023 | Actualizado a 00:59 AM

‘Chaco’: niebla en el olvido

Los personajes lucen atrapados por la espera: por el agua, por el camino correcto a Nanawa, por el regreso al hogar

/ 16 de diciembre de 2020 / 03:25

“No somos de aquí, pienso que estamos perdidos”. Una patrulla deambula por los arenales ardientes y lejanos. Nadie dispara una bala desde hace meses. Así comienza Chaco, la tercera película de Diego Mondaca.

Cuando el espectador camina a la salida del cine, la pena no se va, se ha quedado impregnada al cuerpo. Ha estado hora y media delante de la película más dura de la cinematografía boliviana.

Es imposible salir indemne de una experiencia que no deja ni un resquicio para la esperanza o la redención. Es la “tragedia del absurdo”, como bien acuñara Cachín Antezana.

Chaco nació como un murmullo, con la memoria de un murmullo de bolero de caballería soñado en el funeral del abuelo de Mondaca. Y termina con un paisaje en neblina, con soldados presos del olvido y la locura. No hay futuro.

La historia oficial y la literatura nos contaron el mito fundador de la nación: en aquella guerra estúpida, por primera vez, los bolivianos se conocieron para luchar juntos. La obra de Mondaca rompe y rasga con ese relato romántico.

“Cuando esto acabe, vas a volver a tu pueblo como héroe”, le dice el capitán alemán a su ayudante que carga una muñeca de plástico, uno de los múltiples guiños cinéfilos en una película rica en lecturas y miradas. Chaco es una osada bofetada antiépica a nuestro chauvinismo; aturde y emociona por igual. Los soldados de aquella patrulla perdida —como la de Laguna H3, de Adolfo Costa du Rels— no volvieron a casa como héroes, se quedaron para siempre en aquella tierra desconocida. ¿Dónde está el ajayu olvidado en el fondo de aquel pozo? La mezcla de idiomas no es gratuita, nada lo es en Chaco. La tropa —humillada y ofendida— habla en aymara y quechua mientras los dos jefes (el alemán interpretado por un introspectivo Fabián Arenillas y el teniente a cargo de Mauricio Toledo) dan las órdenes en castellano. El maltrato y el abuso también violentan el idioma del otro. Vuelvo a Cachín Antezana: “El otro es simplemente el otro, el verdadero problema es la imagen que los bolivianos tienen de su “yo”. La película no cae en el maniqueísmo facilón: los jefes también son espectros y todos van a terminar en el mismo pozo entre la sed, la deserción y el suicidio.

“Somos perros para ellos”. Ellos no son los pilas, en permanente fuera de campo, son el capitán y el teniente, es el poder. Detrás de la niebla final, solo va a quedar un sueño de mariposas muertas y un poso eterno de delirios tristes. Estamos delante de una road movie dolorosa, sin la chance de un atajo hacia la melancolía o la nostalgia.

Chaco está protagonizada por un elenco contenido donde destaca Raymundo Ramos en el papel del cabo Toribio, el llunku del capitán. Y tiene una secuencia sublime: es el desencuentro mismo, el “choque de civilizaciones” entre la tropa ajena y los indígenas en su propia tierra. Mondaca construye lentamente una claustrofobia enfermiza, una descomposición psicológica. Lo hace para revivir ese dolor que nos dejó la guerra y no se va todavía de nuestros cuerpos.

Chaco trae de vuelta esa alma herida de muerte presente en todas las familias bolivianas y sus memorias. La sala oscura y en silencio multiplica por mil la atmósfera inquietante y atrapante. Si el paisaje árido como el propio guion, es un personaje amenazante más, el meticuloso laburo en la edición de sonido también lo es. La noche y el desierto se escuchan más y mejor en el cine. Mondaca —heredero de la obra de Sanjinés, Glauber Rocha, Herzog, Lucrecia Martel y compañía— opta por la quietud para hacer una película existencialista contra todas las guerras.

La cámara tampoco da respiro, camina apuntando a la nuca (como en las pelis de los hermanos Dardenne), suda cerca de los cuerpos abandonados y acompaña el delirio colectivo, quizás la única luz al final del pozo. Los personajes lucen atrapados por la espera: por el agua, por el camino correcto a Nanawa, por el regreso al hogar. Están encerrados, como en una película de Buñuel. Son actores de Beckett: mientras esperan pelean, no contra el enemigo al que jamás ven, sino entre ellos mismos, contra ellos mismos. Chaco es todo eso y nada, es niebla en el olvido. Si Augusto Céspedes tuviese razón, apenas sería “la brújula para guiar a nuestros hermanos muertos hacia la vida”.

Ricardo Bajo es periodista y director de la edición boliviana del periódico mensual Le Monde Diplomatique.

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Conjuro para hacer una estatua

/ 22 de marzo de 2023 / 00:57

Los hermanos García Guzmán, Édgar y Juan, son poetas de piedra y arcilla. Son de Llanquera, provincia Nor Carangas, Oruro. Madre y padre vendían coca, eran de Caracollo. Hacen monumentos/ estatuas, fabrican recuerdos (eso quiere decir monumentum en latín). Cuando Héroes de piedra, el documental de Ariel Soto Paz termina, uno de ellos —Édgar— mira a la cámara y dice: “si no me hubiese dedicado a la escultura, en el futuro nadie se acordaría de mí, quiero que mis nietos me recuerden; que sus hijos digan algún día: este monumento lo hizo mi tatarabuelo”.

Héroes de piedra (2019, 74 minutos, música de Nicolás Deluca) ha tenido los dos primeros miércoles de marzo dos pases “clandestinos” en la Cinemateca Boliviana. No lo ha visto casi nadie (suman unos poquitos más gracias al consumo digital en Bolivia Cine, la primera plataforma nacional de difusión de contenido audiovisual). Se estrena tres años después de su recorrido por festivales. ¿Para quién hacemos nuestras películas? ¿Quién y dónde se han visto los tres documentales anteriores de Soto Paz, En tierra de nadie, Días de circo y Quinuera?

Las estrategias de comunicación/publicidad de nuestro cine están fallando y el (apático) público no se entera (o no se quiere enterar). Es la tercera película boliviana que se ha estrenado este año; tras La conquista de las ruinas de Eduardo Gómez (otro docu que también estuvo solo dos miércoles en la Cinemateca) y El visitante de Martín Boulocq. Las tres, con sello cochabambino, por cierto.

¿Qué películas (no) vamos a ver en los próximos años cuando terminen las “réplicas” del Ibermedia abortado y del PIU golondrina? ¿Cuándo vamos a reglamentar la Ley del Cine? ¿Existirá un país si no estrena películas nacionales? ¿Llegará un “PIU dos” antes de las elecciones de 2025, otra vez con motivos electoralistas? ¿Aparecerá entonces la plata que ahora supuestamente no hay?

La obra de Ariel Soto —formado en el City College de San Francisco (California)— viene a (re)confirmar el excelente estado de salud del documental boliviano; un secreto a voces, ¿un pinche espejismo? Héroes de piedra (coproducción argentina con Facundo Escudero Salinas de coguionista) sigue la construcción en Cochabamba de una escultura ecuestre de 35 metros del caudillo/general argentino Facundo Quiroga, el Tigre de los llanos y su posterior traslado a la plaza de Los Caudillos de La Rioja.

Son más de 2.000 kilómetros, es un viaje. Todo monumento es un periplo. Es el desafío más grande de los hermanos García Guzmán. Ya tienen más encargos en Argentina y Brasil. Nadie es profeta en su tierra. Es la excusa perfecta para hablar del arte de los monumentos y sus ricas metáforas sobre el tiempo y el olvido.

Dijo una vez el gran Miguel Ángel que en todas las piedras del mundo hay una estatua dormida; que es suficiente quitar lo que sobra para hallarla. La arcilla y la madera, el mármol granulado y la fibra de vidrio de los hermanos García Guzmán guardan la estatua de un héroe olvidado, su mirada feroz. Encuentran la arcilla que los espera, la pegan a cada parte separada del monumento. Esculpen en el aire. Ven cómo brota una bota, la coz y la crin del animal, el pelo ensortijado del general. Su Facundo Quiroga tendrá la talla y la belleza de una estatua etrusca. ¿Y si los tataranietos de los escultores solo recuerdan el grito/dolor alargado del caballo? ¿Quién se acordará de los indios asesinados por el héroe de la patria? ¿Quién levantará un monumento a los “nadies” que también se esfumaron en el aire?

Cuando el poeta Rimbaud se enteró de que le iban a levantar un monumento dijo que sí con una condición: “que me permitan hacer balas con mi busto de bronce para disparar a los franceses”. Rimbaud, traficante de armas, odiaba la gloria, odiaba la patria. Cuando Facundo Quiroga se enteró de que dos bolivianos alzarían su porte y caballo hacia los vientos riojanos solo puso una condición: “que el día que destruyan mi estatua, las piedras sirvan para lapidar a los que me olvidaron”.

Los hermanos García Guzmán, discípulos de Gustavo Lara y Augusto Rodríguez, vuelven a bailar a su comunidad, vuelven a sus raíces después de entregar el monumento de Facundo Quiroga. Retornan como sombras, con el rostro escondido detrás de una de sus máscaras esculpidas. Atrás han dejado la efigie de la madre muerta en el cementerio “clandestino” de Valle Hermoso. Es el final feliz del viaje. Los hermanos esculpen la memoria, cabalgan el tiempo. Son los antihéroes de esta historia, tan olvidada como el documental boliviano y sus quijotescos hacedores. ¿Qué conjuro necesitaremos para hacer/ver cine boliviano?

Ricardo Bajo es periodista y director de la edición boliviana del periódico mensual Le Monde Diplomatique. Twitter: @RicardoBajo.

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Mamani Mamani, un niño terrible

Roberto Mamani Mamani es una marca, es orgullo y vanidad. Es un vendedor nato, es color y mito.

Facetas. El artista y su obra. Mamani Mamani con un premio de la ONU (derecha). En un viaje a Berlín (abajo).

/ 19 de marzo de 2023 / 08:41

Soy un niño terrible que juega con los colores / como una ñusta tejedora que tiñe los mantos sagrados. / Soy un niño con manos pequeñas que juega con el barro / como un amauta con las estrellas / (…) Soy tan terrible que juego con las formas, sin reglas / sin trampas pero tan terrible, tan terrible, que tal / vez a alguna gente no le guste pero aquí estoy” (del poema Soy un niño terrible, soy un niño aymara, Roberto Mamani Mamani).

Roberto tiene diez años y baila en Jaihuayco, uno de los barrios más antiguos de Cochabamba. Estamos a finales de agosto, año del señor de 1972, festividad de San Joaquín, el patrón del barrio, el “santo de los abuelos”. Roberto baila en la entrada de los paceños (su madre y su padre lo son); baila kullawada, la danza de los tejedores aymaras. Su fraternidad se llama “Kullawada Velas de Oro”. La familia vende velas en el Valle Alto. Muchos años después dirá: “para pintar morenada, hay que bailar morenada”.

Su infancia es una mañana en el río Rocha; los sapos no botaban polvo como ahora. Roberto nada en el río y pesca, mientras su madre lava las frazadas. Llevan comida y pasan todo el día. No están lejos de la estancia de Cala Cala que cuidan para el patrón.

Su madre es Antonia Quispe Mamani, nacida en Tiwanaku. Su padre es Ángel Mamani Ventura, de Puerto Acosta. En los sesenta se cambiará el primer apellido: dejará de llamarse Mamani (halcón/águila en aymara) para llamarse Aguilar. El hijo recuperará el apellido en sus cuadros. El abuelo paterno, Carlos Mamani, es uno de los miles de soldados aymaras que lucha en la Guerra del Chaco.

La madre y el padre se escapan porque las familias no están de acuerdo con el ”sirwiñaku”. El primogénito (“soy el fruto de un amor prohibido”) nacerá en Cala Cala (un 6 de diciembre de 1962); tendrá una infancia feliz. Será un “k’acha mozo”. El “niño terrible” vende junto a su padre la papa frita y el maní que hace su madre. “Nunca me voy a morir de hambre”. Nota mental uno: doña Antonia tiene, hasta el día de hoy, un puestito de medias en la calle Uyustus de La Paz. Cuando dice a sus compañeras y a los clientes que su hijo es el famoso Mamani Mamani, nadie le cree.

El niño Roberto va junto al padre de concierto en concierto, “puertea” en las tocadas en Cochabamba del “Rey del bolero ranchero” ( Javier Solís), de Sandro, de Juanito (Calizaya) y Sus Ases del Compás… Muchos años después, escribirá morenadas que cantará el mismísimo David Portillo. Para entonces, es un niño que pinta; usa el carboncillo de la cocina. Y ayuda a la madre a vender medias en el mercado 25 de Mayo, el primer mercado seccional de la Llajta. Con el maní, la papa frita y las medias, logrará estudiar. Nace su única hermana, Angélica.

—¿Por qué no tuviste más hermanos y hermanas, Roberto?

—Alguien le dijo a mi mamá: “hazte ligadura de trompas”.

Una de sus pinturas de desnudos (abajo).

Nota mental dos: en 1969 el cineasta Jorge Sanjinés Aramayo estrenó Yawar Mallku, una firme denuncia contra las campañas de esterilización de mujeres quechuas y aymaras por parte de los Cuerpos de Paz de Estados Unidos creados en 1961 para “promover la paz y la amistad mundial”. Uno de sus programas era de “control de natalidad”. El gobierno progresista de “Jota Jotita” Torres los expulsó de Bolivia en mayo de 1971. En agosto llegó el golpe del coronel Banzer.

Su primer colegio es la Escuela Rosendo Peña, en la Cancha; sus primeros modelos/ retratos serán sus profesores, sus compañeritos. Hace periódicos murales e ilustra los cuadernos de Química. Firma como “Túpac Mamani Quispe”. Sus primeras esculturas son de arcilla, son muñecos, títeres de barro. Jaihuayco es tierra de ladrilleras, la patria chica del gigante Camacho. “Yo también tenía que ser alto, pero me pescó la helada”, dice riendo.

Con 12 años, don Ángel y su hijo parten a Oruro. Viven tres años en la capital del folklore boliviano. Roberto estudia en el famoso Colegio Nacional “Juan Misael Saracho”; será un “perro”, sus colores serán el negro y el rojo; y peleará harto —como manda la tradición— contra los “heladeros” del Colegio Bolívar. Será por siempre un “sarachista”. La ciudad sabe a charquecán; hasta los “rostros asados” llevan máscaras.

Roberto descubre que padece una enfermedad de la piel llamada vitiligo. En sus manos, brazos y espalda aparecen manchas blancas debido a la falta de pigmentación (de melanina). El padre cree que eso se cura con frío y se van a Potosí. “Me blanqueaba como el Michael Jackson pero gratis”. Se queda pensativo y añade: “La naturaleza también pinta sobre mí”. Potosí suena a “k’alampeadas”, a charango rasguñado, a huayños; es una piedra ardiente.

Estará otros tres años bajo el manto del Cerro Rico y la Pachamama. No ha cumplido todavía 18 años y Mamani Mamani es un errante caminando la patria. “En Potosí creen que soy potosino y los orureños se enojan pues creen que soy orureño”. Antes de vivir en La Paz, padre e hijo, en su particular vuelta a Bolivia, viven un tiempito en Sucre. Llegan en camión y se ponen a vender p’asankallas. Como había harto chocolate en la Capital, “inventan” las p’asankallas de chocolate. Todo un éxito. Mamani Mamani es un vendedor nato. Es nuestro artista más “pop”; es una marca, su marca.

El primer hogar en la hoyada está en Chualluma. Es la casa de la abuela materna, doña Juana Mamani, tejedora. Con ella, vuelve a la comunidad, a Tiwanaku. Ella, “awicha” sabia, le dice una frase que será fundamental en la evolución de su obra artística: “Nuestros ancestros usaban los colores fuertes para ahuyentar los temores, los malos espíritus y las tristezas; utilizaban colores vivos para sostener la alegría de la vida, para no quedarse en la oscuridad”.

Roberto aprende rápido esa lección en una ladera/barrio que se llenará de color muchos años después: “es mentira que nuestros tejidos y nuestras cerámicas hayan sido dominadas por grises y oscuros. Nuestra música es para sanar, para agradecer. Y los pigmentos son para dar felicidad, para iluminar”. En La Paz, al joven Mamani Mamani le dicen “come mote”; en Cochabamba, le decían “come chuño”.

(“El paisaje andino está dominado por el ocre en sus diversas tonalidades, pero apenas uno alza la vista al cielo o a los grandes nevados, el azul, color de inmensidades y lejanías, se despliega en tonalidades cálidas que visten el paisaje con todas las posibilidades del arco iris. Al margen de la grisitud de la política o el estallido social, cuyo único color cálido es el de la sangre, Mamani Mamani pinta un río de colores, río de meandros desconcertantes que arrebatan el paisaje andino y tiñen de rubor sus mejillas. A río revuelto, ganancia de colores”, Ramón Rocha Monroy, 2004).

Una obra dedicada al gallero Wálter Chávez (arriba).

Cuando está por decidir qué carrera universitaria va a estudiar, una tía (Mónica) le suelta una de esas frases que marcan: “tú tienes que ser el ejemplo para toda la familia”. Elige Agronomía, por esa relación especial con el campo, con la tierra. Dura un año. Se pasa a Derecho. Tampoco “funca”. A Roberto lo que le gusta es dibujar y leer. “Me destaqué en literatura y filosofía, me encantaba la magia de las narraciones, las tradiciones orales, era la época del Boom, del realismo mágico”. Mamani Mamani ni podía imaginarse entonces que mucho tiempo después se iba a encontrar y charlar con Gabriel García Márquez en La Habana.

Los años ochenta son de militancia política, forma parte del PST (Partido Socialista de los Trabajadores), una (otra) escisión trotskista. “Incluso participé en una huelga de hambre en la universidad, en nuestro partido éramos cuatro o cinco, así que me tocó ir”.

La primera vez que entra a la mítica galería EMUSA (de Norah Claros) es para vender su papa frita, su maní y sus medias. La segunda es para exponer sus dibujos. Su primera muestra (marzo de 1990) es de fotografía: en la Galería Rojo, al 508 de la Belisario Salinas, en Sopocachi. Ha intercambiado con un gringo turista uno de sus cuadros por una cámara Nikon. Hace fotografías en blanco y negro, son desnudos de modelos que ocultan su rostro con máscaras del Carnaval. También retrata la ciudad, sus mercados, sus caseras, sus lavanderas, sus anticucheras, sus lustras. Las Naciones Unidas premian una de sus fotos por el Día Mundial de la Población. Su apodo de entonces es “Loquillo”.

(“A pesar de los altibajos en su obra, hay un hilo conductor que revela su alegría de vivir y nos permite desterrar esa imagen del indio triste y vencido, es como un qillqa kamayuc encargado de relatar lo que pasa en su pueblo”, Édgar Arandia, 2009).

Su primera exposición tiene lugar en el legendario Café Arte y Cultura que funciona en el Colegio Don Bosco, en pleno Prado paceño. “Eran dibujos con poemas revolucionarios, me estás haciendo recuerdo de toda esa época”. Las primeras reacciones del mundillo artístico son de rechazo y ninguneo: Roberto ni venía de la Escuela de Bellas Artes y su visión occidental (siempre ha sido autodidacta) ni formaba parte de esa rosca. En pocas palabras, las suyas: “me odiaban, este no es artista, decían”. De la plaza Humboldt de la zona Sur también lo sacan rajando. Entonces se dice así mismo: “voy a demostrar con mi trabajo”.

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La Cinemateca Boliviana de la calle Pichincha e Indaburo se vuelve su hogar. Se hace socio desde que llega a la ciudad con 18 años. También se apunta a los talleres de crítica de cine del Colegio Don Bosco. Cuando pasea por las calles del casco histórico de la ciudad y sus señoriales construcciones, propiedad antaño de los españoles en la colonia, piensa: “algún día me compraré una de estas casas donde los indios eran esclavos”. Hoy, muchos años después, el Museo Mamani Mamani tiene su sede en la esquina de la Casa de la Cruz Verde, en la calle Jaén, la más linda de La Paz.

Cuando en 1991 gana el primer premio de dibujo en el Salón “Pedro Domingo Murillo”, la famosa rosca se quiere desmayar, “a muchos se les partió el alma”. El presidente de aquel jurado es nada más y nada menos que el ecuatoriano Oswaldo Guayasamín. “De un indio mayor a un indio menor”, me dijo cuando me galardonaron.

La obra ganadora se llama Muertos en combate. Es un homenaje a los tres activistas de la Comisión Néstor Paz Zamora (CNPZ), asesinados por la policía en la calle Abdón Saavedra de Sopocachi durante el desastroso operativo de rescate del empresario Jorge Lonsdale (también muerto). Roberto no lo sabía entonces pero al gerente de la Vascal, subsidiaria de la Coca-Cola y accionista de La Razón, los guerrilleros que lo mantuvieron secuestrado durante seis meses en 1990 le llamaban “Mamani”.

Estamos charlando en “la sala de la felicidad” de su museo de la calle Jaén. Estamos rodeados de sus desnudos sobre papel de periódico. Una señora con sus dos hijas entra y llena el espacio de halagos: “¡qué lindo te quedó el manto del Gran Poder y la Virgen de Sorata, qué preciosura”. Roberto devuelve palabras bellas e invita a las mujeres a comprar alguna postal de la tienda. “Compren y luego vuelven para que se las firme”. Al poco de un rato, regresa una de las hijas. Roberto no solo dedica sino que improvisa un retrato a mano alzada. “Dentro de unos años esta postal valdrá millones”. Se despide de la adolescente como saluda siempre: “Jallalla con toda la fuerza de los Andes”.

La madre y sus dos hijas no han podido prestar atención a la “sala de la felicidad”: los cuadros eróticos de Mamani Mamani son un pequeño “secreto”. Muchos de ellos están recogidos en el libro Entre sapos, whakabolas y algunas k’alanchas (2009). Los desnudos tienen una particularidad: las “k’alanchas” lucen cabezas diminutas con caras vacías, parecen esperar que el espectador las complete; los cuerpos son voluptuosos, parecen llamar a la lujuria. Para Roberto, esas formas, siluetas y curvas son montañas transfiguradas. Es un canto a la fertilidad, a la fecundidad. El erotismo también fue extirpado del mundo andino, como las idolatrías; todo lo que conllevara placer fue castigado y reprimido.

“Mi obra siempre estuvo caracterizada por la madre dadora, por la Pachamama, por las warmis, las tawacos, las imillas, las cholas; por los llokallas, los arcángeles, los pueblos ancestrales sin iglesias ni cruces cristianas, por los falos, los gallos y sus peleas; por el Illimani y los caballos de Tata Santiago; por los sapos como vaginas; por las sandías y los zapallos, por la fiesta, por el color”. Roberto es “naif ”; espiritualidad, abundancia y eros.

(“Acercarse a la obra de Mamami Mamani es atravesar un laberíntico camino que se inicia con la fuerza del color y poco a poco devela el espacio del mito aymara. Dioses y diosas, wawas y madres, vírgenes y arcángeles, pueblos y cerros son las llaves y claves que descubren esta propuesta estética que viniendo desde lo inmaterial se traduce en la maravillosa obra de Roberto, pintor aymara, como no podía ser de otra manera”, Virginia Ayllón, 2009).

Mamani Mamani se autoproclama como el “Príncipe de los aymaras”. Roberto es vanidad y orgullo. Color y mito. Amauta y guerrero. Ha superado los mal llamados atavismos telúricos. Siente una nostalgia sincera por la Arcadia aymara perdida. “No me he casado, ¿qué iban a decir mis ñustas?”. Tiene cuatro hijos (Maya, ingeniera de sistemas; Illampu, artista y cineasta; Illimani, artista; y Amaru, en primero de Psicología). A todos le ha puesto nombres en aymara (“¿por qué mi hijo tiene que ser Maycol? ¿por qué valoramos más lo foráneo que lo nuestro?”). Son los “símbolos vivos” de su legado a la vida. Roberto también pensó un día en cambiarse el nombre; a “Huyuto”, hombre que sabe, que piensa.

(“La fuerza de los colores en las obras de Mamani Mamani refleja el auténtico espíritu combativo de las naciones originarias indígenas del pueblo boliviano”, Evo Morales Ayma, diputado nacional, 2004).

En su tienda/factoría hay para todos los gustos y precios, desde cuadros de gran tamaño hasta bolsos, sombreros, botellas de vino, telas y “souvenirs”. Cuando llegan turistas extranjeros, Roberto les dice en broma: “si no se llevan nada de Mamani Mamani a sus países, en el aeropuerto cuando se quieren volver no les van a dejar salir”.

Se enorgullece especialmente de un hecho que ha podido comprobar: los coleccionistas de “culito blanco” tienen en sus casas obras suyas mientras la empleada baila morenada con una manta de Mamani Mamani. “Cecilio Guzmán de Rojas y Arturo Borda pintaban indios sin ser indios; yo soy un indio que pinta indios”.

Roberto ha expuesto su obra en Europa, Asia y Estados Unidos antes que en el Museo Nacional de Arte. Ha hecho más de 50 muestras en galerías de medio mundo. “Siempre nos han hecho creer que somos pobres, es mentira; somos los más ricos del mundo. Tenemos riqueza de la pura y podemos exportar también el respeto y el agradecimiento por la naturaleza. ¿Quién tiene una Pachamama, un ayni, una tarqueada? Cuando voy a Europa como un plátano a un euro y no sabe a plátano, acá con ese dinero te puedes comprar 25 plátanos que saben y son plátanos. ¿Quiénes son los pobres verdaderamente?”.

Mamani Mamani dice sentirse igualmente cómodo en un hotel de siete estrellas de Japón que comiendo un ají de fideos en los “agachaditos” de la calle Uyustus, cerca del puesto de medias de su madre. “Camino el mundo, lucho, vuelvo a mis raíces, bailo, vendo, sobrevuelo la comunidad como un cóndor al mediodía sobre mis montañas, entro por las tardes a los lugares sagrados como un chachapuma, me divierto por la noche en los prestes; soy un “katari”. Es el ciclo vital de Roberto, el niño terrible, el niño aymara; sin reglas, sin trampas.

TEXTO: Ricardo Bajo

FOTOS: Ricardo Bajo y Archivo Roberto Mamani Mamani

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Quiero ser tu hija

/ 8 de marzo de 2023 / 01:46

El visitante, el cuarto largometraje de Martín Boulocq, arranca con un plano fijo, como lo hacía Eugenia (2018); es una marca de la casa. El personaje principal sube una cuesta; va a tener que trepar toda la película. Y nosotros, con él. Un padre (exalcohólico) sale de la cárcel y quiere comenzar una nueva vida. Lo primero (y único) que desea es recuperar a su hija en manos de su “familia” de pastores evangélicos uruguayos.

La cámara de Boulocq es un personaje más (otra marca de la casa). El cineasta cochabambino la coloca siempre a una respetuosa distancia, salpicada de escasos/primeros planos. El gran personaje es el silencio, los silencios. Fruto de un guion trabajado con el escritor (también cochala) Rodrigo Tico Hasbún, el ascetismo de los diálogos llega para ahondar en una estética particular. Pero lo que no dicen las palabras, lo dice la música. El título de esta crítica suena en los créditos finales en una cumbia cristiana sutilmente premonitoria.

Boulocq eligió primero una voz; esa voz (como instrumento) es la del protagonista, Humberto (Lobito para los cuates); es “el que se gana la vida cantando a los muertitos”. Humberto, cantante de velorios, es el tenor Enrique Aráoz, un actor no profesional (marca de la casa) nacido para hacer el cine de Boulocq/Hasbún. Aráoz —de un parecido con Pavarotti que asusta— compone un personaje convincente, capaz de transmitir todo con sus miradas y sus arias sobrecogedoras.

Aráoz es un “girasol”; resucitará como lo hicieron las flores amarillas en el cortometraje de Boulocq Los girasoles (2015). El Lobo experimenta un viaje interior (otra marca de la casa); atraviesa un bosque inmenso y oscuro hasta llegar a su renacimiento. Y con él, nosotros.

“Los árboles son verdes, la tierra es verde, nosotros somos verdes”. El Lobo quiere que las cosas sean de otro color. Boulocq le deja hacer y no se deja tentar por un final pesimista aunque no tire cohetes como en el happy end de cocina/harina de Los viejos (2011).

Lo que no cambian son las metáforas del universo fílmico del cochabambino: el árbol como conexión a los ancestros, el agua (que me recuerda a su obra de 2007 Estudios sobre movimiento), el viento en forma de turbinas eólicas en medio de la nada. La paleta de color (esta vez saturada en luces y sombras barrocas) es producto del esmerado laburo fotográfico del uruguayo Germán Nocella y la dirección de arte de Andrea Camponovo.

El visitante llega con un perdedor entrañable; uno de esos que tanto nos ha regalado la historia del cine boliviano. Lobito la pelea, Lobito no agacha la cabeza (como le aconseja su abogado de quinta), Lobito apenas habla; Lobito trabaja en silencio, recompone con ternura de hombre grandote la relación rota con la hija; se salva.

El visitante es una película sobre la paternidad, sobre las madres ausentes (la salud mental es otro tema que sobrevuela). Y por supuesto es una obra sobre el rol de las iglesias protestantes en nuestros barrios y comunidades (las imploraciones/rezos se hacen en castellano y quechua en una táctica calculada). El visitante es un ataque perspicaz a la línea de la flotación de la hipocresía religiosa/evangélica, sección “iglesias” cristianas neopentecostales (¡qué nombrecitos, válgame dios!). El verdadero demonio (“el que se mueve por el mundo haciendo que la gente haga cosas feas”) es el antihéroe, el pastor, interpretado por el uruguayo César Troncoso, digno representante de la cantera rioplatense. Te van a excomulgar, Martín.

La película está salpicada de rituales y de guiños cinéfilos a la obra de Boulocq: el que más me gusta es ese auto clásico del cuate que me hace recuerdo al viejo Volkswagen del 69 de la “opera prima” de Martín, Lo más bonito y mis mejores años (2005). La dirección de actores (otra marca de la casa) logra que los diálogos no suenen impostados; brillan las charlas a cargo de la dupla Rodrigo Troy Lizárraga y Juan Pablo Milán, actores fetiche recuperados. Y el papel interpretado por la joven Svet Mena (en el rol de Aleida, la hija/niña madura) sorprende por su naturalidad innata.

Boulocq retrata las dos Cochabambas: la jailona de los condominios privados y la popular sobre las laderas; es una Cochabamba desde las alturas, de noche, alejada de las postales turísticas. Es un grito silencioso con ese clasismo que rima siempre con racismo. Boulocq ha regresado por la puerta grande, llega a su cuarto “largo” en plena madurez creativa, alejado de modas, fiel a sí mismo, despojado de lo autobiográfico; emocionando con historias universales. Su estilo intimista/poético gira en esta ocasión a un cine (aún más) político, ideológico y contestatario; siempre anti-autoritario. Es una voz diáfana en medio de tanto ruido y confusión. Y eso es de agradecer.

Ricardo Bajo es periodista y director de la edición boliviana del periódico mensual Le Monde Diplomatique. Twitter: @RicardoBajo.

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El invicto no se toca

Ricardo Bajo

Por Ricardo Bajo

/ 5 de marzo de 2023 / 23:52

Introducción: el dos por uno provoca el regreso, “in crescendo”, de la hinchada gualdinegra que casi llena la curva sur. Habrá colas hasta el minuto 20 para ingresar a la popular.

El club debe colocar más personal cuando organiza estas promociones. Rescalvo, tras varios partidos, vuelve al dibujo del “doble nueve” con Triverio de báscula y Arias de centro delantero.

La otra novedad es el cinco colombiano de Robles. Real Tomayapo de Richard Rojas sorprende con una línea de tres centrales y dos carrileros muy altos (Mamani por derecha y Noble por izquierda).

Será un digno rival, se caerá sobre el final; no se llevará nada, no por falta de atrevimiento, sino por falta de puntería.

Nudo: la posición del lateral derecho del Tigre sigue siendo un problema. El juvenil Ronald “Chacho” Bustos es el punto débil y los rivales lo saben, por eso juegan a su espalda. Así llega el sorprendente cero a uno gracias a una pared mágica de Thiago Ribeiro con Matías Noble.

No toda la culpa la tiene el “Chacho” pues Ursino no ayuda. El Tigre busca un central pero debería salir a la caza de un lateral. Al minuto 18, Rescalvo manda a calentar a los seis de la banca. Van a estar casi toda la tarde trotando, esperando a que nada pase, como Godot.

En la primera parte es un Tigre de izquierdas; solo ataca por ese costado con Chura, Roca, Arrascaita que cambia de banda… El “doble nueve” necesita más tiempo: no es una buena tarde para Triverio.

Desenlace: en la segunda el Tigre se vuelve de derechas. Quiroga ha entrado por un desaparecido Robles e Isnaldo lo hace por Bustos para que Arrascaita se coloque como lateral derecho. Por eso los ataques se multiplican por esa banda. En una segunda jugada y de rebote, Arias pone el empate, es su tercer gol.

El Tigre es una tromba, es el equipo de las remontadas. Cree siempre. Y por eso lo da vuelta. Porque no deja de creer. Nunca. El colombiano Ortega entra tarde por Arias; se coloca de enganche con Triverio de nueve. A ratos, ese dibujo es más “normal” pero Rescalvo sabe más que todos nosotros.

La luna se asoma a la solitaria curva norte, es un buen presagio. Entonces llega la jugada que paga la entrada: es un golazo soberbio al ángulo de Chura, de pelota parada, casi junto al corner.

La recta corea “Chura, Chura”. El cruceño será elegido figura del “match”. El mejor, por sacrificio y tres pulmones, será Jaime Arrascaita. Triverio pone el tercero de penal sobre el final; servirá para recuperar confianza.

Post-scriptum: el invicto del Tigre se mira y no se toca; van cinco al hilo. El equipo de Rescalvo, atascado por momentos, gana incluso cuando no juega bien. Es un mensaje.

(05/03/2023)

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Y Beñat se disfrazó de Zago

Ricardo Bajo

Por Ricardo Bajo

/ 27 de febrero de 2023 / 00:11

Introducción: apenas llegan ocho mil personas al Siles. El “speaker” de la “Academia” canta la formación y recibe al once Ramiro con un “es nuestro Vaca”.

El tarijeño va a ser el mejor del partido. Beñat monta una línea de tres centrales y dos carrileros muy altos. El vasco adopta el dibujo favorito de Zago, el sistema que tanto le costó aceitar.

Los celestes juegan con los hermanos Sagredo y Ferreyra en la zaga central; Bejarano y Fernández en los carriles; Justiniano (otra vez de cinco, como debe ser) con Villamil a su derecha y Vaca a su izquierda; Lucas Leónidas Chávez y Ronnie Fernández (dejando la banda para ponerse de nueve).

“Platiní” Sánchez, para no variar, mete dos líneas de cuatro para no pasar la media cancha (casi) nunca. “Matraca” Gutiérrez se saluda con todo el mundo.

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Nudo: la recta de general corea “borracho, borracho” cada vez que Henry Vaca agarra la pelota.

Los verdolagas se paran bien atrás, es un equipo ordenado. Los celestes no encuentran los espacios, carecen de dinámica y profundidad, apenas rompen líneas enemigas. Solo la individualidad talentosa del juvenil Lucas Chávez (en combinación con el chileno) abre la lata a la media hora.

Oriente no reacciona: la consigna ratonera de su técnico es encajar los menos goles posibles. No existe equipo que se meta más atrás y se resigne tanto como los escuadras de “Platiní” en La Paz. Y lo peor es que tiene jugadores para ser más atrevido, menos pusilánime.

El ciclo/proyecto de Sánchez toca a su fin. Un grande de Santa Cruz no merece un técnico tan cobarde en sus planteos, tan medroso.

Desenlace: tras la bronca en el vestuario, los de Beñat meten una marcha más de la mano de Ramiro Vaca. El ex atigrado agarra la manija, gambetea, cambia de frente, asiste, ordena, filtra pelotas. El segundo es de Ronnie, tras pase de 25 metros de Vaca y toque de primera de Bejarano (de buen partido trepando su banda).

Los cambios “ofensivos” de Sánchez son inoperantes pues no tiene/quiere la pelota (casi) nunca. Solo a falta de cinco minutos se anima la visita. Es entonces cuando llegan dos goles más para los “académicos” a tumba abierta con espacios.

La entrada y debut del “Patito” Rodríguez pone contenta a la hinchada del club Bolívar. Su sociedad con Vaca (así llega el cuarto) puede dar muchas satisfacciones. Uzeda, de carrilero, aprovecha sus minutos. ¿Y pensar que se rumoreó con su cesión?

Post-scriptum: Beñat está en búsqueda de una idea de juego y sus ejecutantes. De momento ha elegido disfrazarse de Zago (y su línea de tres atrás). No falta mucho para la Libertadores. Veremos como funciona el dibujo cuando haya un equipo delante que lo ataque, que lo desafíe.

(27/02/2023)

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