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La A de ‘Wilma A’

Wilma Alanoca, ministra de Culturas del gobierno de Evo Morales, asilada en la Embajada de México prácticamente un año junto a otros actores políticos, aceptó ser entrevistada en Piedra, papel y tinta, uno de los espacios de los periódicos La Razón y Extra. La invitamos por el carácter noticioso de su testimonio después de 12 meses esperando un salvoconducto que no llegó pero también, y sobre todo, porque fue la única mujer que pasó la etapa más larga de ese encierro. La larga experiencia diplomática del encargado de Negocios, Edmundo Font, planteó sin duda una base sólida y cálida, como dicta la tradición mexicana, pero no pudo hacer mucho, supongo, con la soledad de la Wilma/mujer. No lo había pensado hasta que una tarde recibí un mensaje en mi teléfono: “Hola. Soy Wilma A”. De un número cualquiera, podía ser Wilma A como podía ser Juan H o Arturo M. Contesté cautelosa pero contesté. Y al ir tejiendo palabras con los dedos, decidí que, sin importar quién esté del otro lado de esa línea, la periodista mujer tenía que mandar una señal solidaria, una señal de aquí estoy, te contesto, trato de aliviar tu situación, no te juzgo porque no me corresponde y te aseguro que tu encierro pasará. Es todo lo que alcanzaba mi confianza con una exministra a quien entrevisté en la televisión dos veces. No la conocía de ningún encuentro adicional. Wilma estaba encerrada, angustiada y eso bastaba no para jugar a la heroína envalentonada desde afuera pero sí para enviar un mensaje humano. Me mandó después otro testimonio de su madre, una mujer de pollera de la tercera edad que vivió el allanamiento de su casa y según detalla, el maltrato y la confiscación de su capital de trabajo y, como postre, de sus joyas. Se suma el dolor de saber a su hija encerrada en una casa sureña bajo el asedio militar, policial y ciudadano. Esa madre, sola a su manera. Sola debió sentirse también la otra señora que por ese tiempo conocí en un viaje del centro a la zona Sur de La Paz en minibús. Subí como Susanita con mis zapatos nuevos en una caja que sostenía con ilusión. El contacto fue tan inmediato que al minuto yo abría mi caja de cartón para mostrar la compra a mi compañera de asiento. De los zapatos pasamos al miedo de la pandemia y el salto fue directo al miedo de que se desate la violencia de noviembre. Me confesó que sola en su casa, no podría hacer nada si “los masistas” vuelven a bajar con palos y fuego. La miré mejor en la obscuridad de ese bus y me puse en su lugar. El temor y la soledad. Como los que sintió Patricia Hermosa, la última jefa de gabinete de Evo Morales, cuando caminaba por la zona del Cementerio porque tuvo que irse a casa de su suegra después de que precintaran su departamento. Fue en una de esas esquinas que cuatro uniformados la detuvieron para decomisar la famosa libreta militar del líder cocalero junto a otros documentos. Fue en otra esquina de la calle Sucre donde no la dejaron salir del vehículo policial cuando pidió un baño. Fue en otra esquina de Obrajes donde la encerraron acusada de sedición y terrorismo y donde se frustró su embarazo. Fue en otra esquina de ese centro penitenciario donde la encerraron con candado, con la bendición de un baño y la ausencia de una ducha. Fue en otra esquina de esa enfermería/celda que desde una ventanita se acercaba una voz para darle apoyo psicológico, la misma por donde recibía las galletas de los amigos que se jugaron el pellejo al visitarla en la cárcel. Solo temor y soledad podía entrar por ese cuadrado de luz. Como las soledades de Susana Rivero lejos de sus hijos, de la periodista Casimira Lema mirando el ataque a su casa, de la periodista Claudia Fernández cuando salió de la suya antes de que le rompan los vidrios, de Adriana Salvatierra corriendo de un lugar a otro, de Nadia Cruz cuando atacaban la Defensoría, de la expulsada embajadora de México, María Teresa Mercado, cuando abrió su puerta para dar asilo, de Cecilia Requena cuando quiso tender puentes, de Gabriela Montaño en Buenos Aires, de la viuda del muerto de Senkata, de la madre del muerto de Sacaba. Todas se parecen a la soledad que nos mostró esa foto de periódico: una  mujer de pollera que salió a la calle a defender “su narrativa”, en medio de los gases, con las trenzas semideshechas, la mirada perdida, sosteniendo como nunca la bandera boliviana pegada a la wiphala.

Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista.